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1. Escoge un cuento, poema, o ensayo de la lista de autores que aparece en la columna del lado derecho del blog. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
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3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
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Y…¿qué me cuentas?

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Y…¿qué me cuentas?

crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase.

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Recomendación al Gobierno de México por parte del Consejo Consultivo del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (CCIME) durante su XVII reunión ordinaria.

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Saturday, July 29, 2017

Tuesday, July 25, 2017

"El salvaje" de Juan Gracia Armendáriz


El salvaje
Juan Gracia Armendáriz (España, 1965)

El día había sido intenso: asaltó el campamento enemigo, y a pesar de que el balazo en el hombro le ardía como una moneda candente, cumplió con éxito la misión que sus superiores le encomendaran. Aquella misma mañana fue condecorado por su valor. A media tarde lanzó un conjuro a la vecina del quinto transformándola en un horrible gusarapo. Luego, ya atardeciendo, inventó el fuego en el zaguán, luchó con las panteras que duermen en la espesura del parque y ahuyentó peligrosas aves. Ya de regreso a casa, volvió a descubrir la familiar caricia del agua, y la sombra que inverna en el espejo le habló de la noche y de los seres que guardarían su sueño.

Oscurecía cuando el niño, agotado, se acurrucó bajo las mantas.

Monday, July 24, 2017

"El paraguas Jacinto" de Álvaro Cunqueiro


El paraguas Jacinto

Álvaro Cunqueiro 
(España, 1911-1981)


Guerreiro de Noste iba por el monte, cruzando la sierra que llaman Arneiro, cuando se encontró con un hombre que llevaba un paraguas enorme, más alto que él, la tela de color ceniza. Guerreiro le dio los buenos días, y se admiró del tamaño del paraguas, que nunca otro viera.
-¡Eso no es nada! -dijo el hombre que era un tipo pequeño y colorado, y lucía un gran bigote entrecano.
Y le mostró a Guerreiro el puño del paraguas, que era un rostro humano, con barba de pelo y ojos de cristal, y la boca colorada y abierta parecía la de un humano con vida.-¡Vaya boca! -comentó Guerreiro.
-¡Paraguas, saca la lengua! -ordenó el dueño del paraguas.
Y por la boca aquella sacó el paraguas la lengua, larga y colorada, una lengua de perro que lamió cariñosamente la mano del amo. El cual se quitó la boina y la puso en el suelo, delante de Guerreiro, quien echó en ella una peseta.
-¿Qué trampa tiene? -preguntó Guerreiro, que era muy curioso.
El desconocido se rió.
-No tiene trampa ninguna, que es mi cuñado Jacinto.
Y explicó que su cuñado Jacinto encontrara aquel paraguas en un campo, en Friol, y le pareció un buen paraguas, algo grande, eso sí, y como el paraguas parecía perdido, lo cogió, y se alegró de aquel hallazgo, porque en aquel momento comenzó a llover fuerte. Jacinto abrió el paraguas, y éste, abriéndose y cerrándose, se tragó a Jacinto. Abierto, el paraguas corrió por el aire a posarse en la era de la casa de Jacinto, junto al pajar. Jacinto, perdido no se sabe dónde, dentro del paraguas, gritaba por la boca del puño, que aún no le naciera barba en el mentón. Acudieron la mujer, los cuñados, los suegros, los vecinos.
-¡Soy Jacinto, María! -le gritaba a la mujer.
Ésta no sabía qué hacer. La voz era la de Jacinto. Por si valía de algo, la mujer se plantó ante el paraguas, que se mantenía abierto en el aire.
-¡Si eres Jacinto Onega Ribas, casado con Manuela García Verdes, da una prueba!
Y fue entonces cuando Jacinto, por vez primera, sacó la lengua.
-¡La misma! -dijo la mujer, que digo yo que la conocería.
En verdad, Jacinto tenía una lengua muy larga, que le revertía de la boca cuando estaba distraído, y que le valiera muchos arrestos cuando hizo el servicio militar en Zamora 8, en Lugo. Y ahora, desde que era paraguas, o habitaba el paraguas, aún le creciera más con el ejercicio que hacía sacándola para decir que estaba allí, y con las caricias que hacía a los parientes, e incluso a las vacas, de las que se alimentaba directamente, mamando sabroso.
-¿Por qué no anda con él por las ferias? -preguntó Guerreiro, que ya estaba pesaroso de haber echado una peseta en la boina del cuñado de Jacinto.
-No quiere mi hermana, que hasta duerme con el paraguas. ¡Después de todo es su marido!
El cuñado de Jacinto dijo que iba a hacer un descanso, y se despidió de Guerreiro, quien siguió camino. Los dos cuñados quedaban hablando. El paraguas debía decir algo que al otro no le gustaba, que el pequeño del bigote le dio una bofetada. El paraguas gritó algo que Guerreiro no pudo entender. La discusión prosiguió, y Guerreiro apuró el paso, no fuera a verse metido en un lío. Llovía en aquel alto de Arís, en la banda del Arneiro oscuro. Guerreiro, antes de iniciar el descenso a Lombadas, se subió a una roca, y vio cómo el hombre del paraguas abría éste, con bastante esfuerzo, y se metía debajo. El paraguas comenzó a volar sobre las ginestas en flor. Volaba contra viento, llevando al cuñado montado en la caña. Guerreiro no se pudo contener y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Señor Jacinto!
Algo rojo lució en el puño del paraguas, por entre las piernas del cuñado de Jacinto. Era la lengua, sin duda. Luego Jacinto pegó un gran salto, y siguió viaje. Según Guerreiro hacia Guitiriz o La Coruña.
La otra gente, Barcelona, Destino, 1975, págs. 47-49

Sunday, July 23, 2017

"Soñó que estaba preso " de Mario Benedetti

Soñó que estaba preso 

Mario Benedetti


Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio

Friday, July 21, 2017

"Cómo se come una guayaba" de Esmeralda Santiago

Cómo se come una guayaba
Esmeralda Santiago
(Puerto Rico)

Venden guayabas en el Shop & Save. Elijo una del tamaño de una bola de tenis y acaricio su tallo espinoso, su familiar textura nudosa y dura. Esta guayaba no está lo suficientemente madura; la cáscara está muy verde. La huelo y me imagino un interior rosado pálido, las semillitas bien incrustadas en la pulpa.

La guayaba madura es amarilla, aunque algunas variedades tienen un tinte rosado. La cáscara es gruesa dura y dulce. Su corazón es de un rosado vivo, lleno de semillas. La parte más deliciosa de la guayaba está alrededor de las semillitas. Si tu sabes cómo comerte una guayaba, se te llenan los entredientes de semillas.

Cuando muerdes una guayaba madura, tus dientes deben apretar la superficie nudosa y hundirse en la gruesa cáscara comestible sin tocar el centro. Se necesita experiencia para hacer esto, ya que es difícil determinar cuánto más allá de la cáscara quedan las semillitas.

Thursday, July 20, 2017

"El caballo y el hombre" de Antonio Ferres


El caballo y el hombre

Antonio Ferres
(España)

El caballo herido y jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.

El hombre oyó los pasos y vio la silueta borrosa del caballo.

Hacía días que arrojara las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna izquierda, hinchada, con coágulos negros de sangre. Y le latían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía perdido. Pensó en el caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era un caballo enemigo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos prados. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mujeres, de niños y ganados. Recordaba los enormes poblados con las mujeres saltando las hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la última ciudad en la que él había sido niño.

Tenía tanto calor y sentía tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y de los arroyos rumorosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muertos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres desconocidos.

Como había en las ciudades. Caras de gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.

Así quería esperar, mientras resollara el caballo. Sólo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el animal sentía su mano suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la penumbra, mientras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros rostros. Y de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.

Tenía que hacer larga aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron siempre.

Wednesday, July 19, 2017

"La palomita de la patita de Cera" Cuento popular de Nicaragua


La palomita de la patita de Cera

Cuento popular de Nicaragua

A una palomita se le quebró y cayó la patita y un ángel del cielo le puso otra de cera, pero, cuando se apoyó sobre una piedra recalentada por el sol, a la palomita se le derritió la patita.

-Piedra, ¿tan valiente eres que derrites mi patita?

Y la piedra respondió:

-Más valiente es el sol que me calienta a mí.

Entonces la palomita se fue donde el sol para preguntarle:

-Sol, ¿tan valiente eres que calientas la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y el sol respondió:

-Más valiente es la nube que me tapa a mí.

Voló la palomita a preguntarle a la nube:

-Nube, ¿tan valiente eres que tapas el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y la nube dijo:

Monday, July 17, 2017

"El paso del Yabebirí " de Horacio Quiroga

El paso del Yabebirí

Horacio Quiroga
Uruguay

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua.      Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Friday, July 7, 2017

"El niño al que se le muriío el amigo" de Ana María Matute

El niño al que se le murió el amigo

Ana María Matute
(España)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el qui­cio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hoja­lata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no vi­niese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

"La mujer del bandido" de Andrés Ibáñez


La mujer del bandido

Andrés Ibáñez 

(España)

En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que era una hija de un recaudador de impuestos; otros aseguran que era de sangre noble, lo cual no es probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una doncella.

San estaba entonces en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado.

Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos menos Camelia Blanca.

-Toca el suelo con la frente, muchacha -le dijeron los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un gesto.

-¿No me tienes miedo? -le dijo a la niña.

-Sí -dijo ella, que estaba temblando de pies a cabeza-. Pero sé que me vas a matar de todos modos. Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo.

El bandido soltó una carcajada.

-Niña -le dijo-. ¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno.

-Eso ni tú ni yo lo sabemos -dijo Camelia Blanca.

El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos seguían postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo.

-¿Quieres salvar tu vida? -preguntó el bandido-. Te perdonaré la vida si matas a los otros.

Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía que levantaran el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.

"El colocolo" de Manuel Rojas


El colocolo

Manuel Rojas
Negra y fría era la noche en torno y encima del rancho de José Maria Pincheira, uno de los últimos del fundo Los Perales. Eran ya más de las nueve y hacía rato que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los caminos que dormían vigilados por los esbeltos álamos y los copudos boldos. Los queltehues gritaban, de rato en rato, anunciando lluvia, y algún guairao perdido dejaba caer, mientras volaba, su graznido estridente. 
Dentro del rancho la claridad era muy poco mayor que afuera y la única luz que allí brillaba era la de una vela que se consumía

Thursday, July 6, 2017

"El Tilo" de Luis Mateo Díez


El Tilo
Luis Mateo Díez 

(España)

Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avisa al viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con él.

Corrió el niño a casa del Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía más edad que nadie.

Hay un forastero que le quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.

Las prisas del que las tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si quiere esperar que espere.

Wednesday, July 5, 2017

"El vaso de leche" de Manuel Rojas

El vaso de leche

Manuel Rojas

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído o pensando. 
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)
El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma: 
-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció

Monday, July 3, 2017

"La fraga de cecebre" de Wenceslao Fernández Flórez


La fraga de cecebre

Wenceslao Fernández Florez
 (España)

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, le prendieron varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.

Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:

-Han plantado un nuevo árbol en la fraga. Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.