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3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
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crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase.

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Sunday, November 28, 2021

"La mujer del juez" de Isabel Allende

La mujer del juez
Isabel allende

Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer, pero no imaginó que sería por Casilda, la esposa del juez Hidalgo. La conoció el día que llegó al pueblo para casarse, y esa joven transparente de dedos finos le resultaba inconsistente, él las prefería desfatachadas y morenas. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella.

Como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y que en poco tiempo las comadres tendrían que vestirla para su propio funeral. Si lograba sobrevivir al calor y al polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma, no lo haría al mal humor y las manías de solterón de su marido. El juez Hidalgo le doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabría por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su terquedad y su carácter severo, capaz de castigar con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio. Vestía de negro riguroso para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y llevaba siempre los botines abrillantados pese al polvo del pueblo. Sin embargo Casilda sobrevivió a tres partos seguidos, y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la misa de doce, descolorida y silenciosa bajo su mantilla española. Nadie le oyó algo más que un saludo tenue, ni vio más allá de una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz, pero los cambios en el Juez eran notables para todos. Un día dejó en libertad a un muchacho que robó a su patrón con el argumento de que durante 3 años éste le había pagado menos de lo justo. Las lenguas maliciosas decían que incluso el juez Hidalgo jugaba con sus hijos y se reía cuando estaba en casa.

Pero nada de esto afectaba a Vidal, porque se encontraba fuera de la ley. Nacido hacía 30 años en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana la Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre había tratado de arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Nada más nacer, la comadrona lo levantó para observarlo a la luz de un quinqué y exclamó al verlo: pobrecito, perderá la vida por una mujer. Su madre le escogió un nombre y un apellido de príncipe, sólidos, que no bastaron para conjurar los signos fatales y antes de los 10 años el niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como un fugitivo. A lo 20 era jefe de una banda de hombres desesperados. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal para callar las protestas de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él. Nadie se atrevía a enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas.

Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo le preparó una trampa usando como cebo a Juana la Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, la metió dentro de una jaula fabricada a medida y la colocó en el centro de la plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua. – Cuando se le termine el agua empezará a gritar, entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándole con los soldados, dijo el juez. El rumor de ese castigo llegó a oídos de Nicolás Vidal. Sus hombres lo vieron recibir la noticia en silencio, sin alterar el ritmo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un buen recuerdo de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos mientras alistaban armas y monturas. Pero el jefe no dio muestras de prisa. Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. A mediodía sus hombres no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer. -Nada, dijo. ¿Y tu madre? -Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo, replicó imperturbable. Al tercer día Juana la Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua porque se le había secado la lengua. Yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal. 4 guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, los repetían los perros aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener la huelga solidaria de las prostitutas. El cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante él a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que liberara a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana la Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda. Ésta vistió a sus hijos con las ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana la Triste. Los guardias cruzaron los rifles cuando quiso avanzar y la tomaron por los brazos para impedírselo. Los niños empezaron a gritar. El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había taponado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con ojos afiebrados, atravesó la calle y se aproximó a su mujer. El Juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.

-Se los dije, tiene menos cojones que yo, rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido. Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la plaza de Armas. -Al Juez le llegó su hora, dijo Vidal. Su plan consistía en entrar en el pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar todo el mundo pudiera ver sus restos humillados. Pero se enteró de que la familia Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota. La noticia de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al Juez Hidalgo a mitad de ruta, en una posada donde se habían detenido a descansar. Calculó que podría llegar al próximo pueblo y conseguir ayuda, así que ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Pero estaba escrito que ese día Nicolás Vidal se encontraría con la mujer de la cual había huido toda su vida. Extenuado por las noches de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa carrera, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo.

Doña Casilda tardó unos minutos en darse cuenta de lo ocurrido. Comprendió la necesidad de actuar de inmediato para salvar a los niños. Recorrió con la vista el sito donde se hallaban y estuvo a punto de echarse a llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada por un sol inmisericorde, no había rastros de vida humana. Pero con una segunda mirada distinguió en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr llevando a dos criaturas en los brazos y la tercera prendida de sus faldas. 3 veces escaló Casilda cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Revisó el interior de la cueva para asegurarse de que no era la guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una lágrima. -Dentro de unas horas vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún motivo, aunque me oigan gritar ¿han entendido?, les ordenó. Los pequeños se encogieron aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro. Llegó hasta el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. Rezó para que los hombres de Vidal fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella y ganar tiempo para sus hijos.

No tuvo que aguardar largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los dientes. Sólo se trataba de un jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció a Nicolás Vidal, quien había ido solo en persecución del Juez Vidal porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Entonces ella comprendió que debería hacer algo más difícil que morir lentamente, mientras que Vidal entendía que el Juez se hallaba ya a salvo de cualquier castigo. Pero allí estaba su mujer. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió. La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes para brindar a aquel hombre el mayor deleite. Trabajó su cuerpo pulsando cada fibra del placer y puso en juego el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos de los amantes. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante esa tarde no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.



Monday, April 12, 2021

Ejercicio de lectura y escritura de "La ola de perfume verde" de Robert Artl

"La ola de perfume verde" 
Robert Artl
Para leer el cuento relacionado con este ejericicio haga clic aqui

El grupo que se reune semanalmente por zoom leyó esta semana: "La ola de perdume verde" de Robert Artl. Escribieron su ejercicio de ocho palabras el cual quiero compartir con todos ustedes. LAs ocho palabras que eligieron son:

1. Naipes

2. Siluetas

3. No era para menos (en realidad es una locución verbal)

4. Furiosamente

5. Concurrido

6. Hedor

7. Periódicos

8. Apreciar

El cuento que escribieron con estas ocho palabras es el siguiente:

"Había una vez un niño a quien le gustaba jugar con naipes. Él y sus amigos siempre iban a un lugar muy popular y concurrido por los jóvenes y discutían furiosamente los juegos. No era conocido por los adultos, que preferían leer los periódicos. Muchos jóvenes los apreciaban porque ellos eran campeones de naipes. Afortunadamente un periodista descubrió el lugar cuando vio las siluetas de los jóvenes proyectados a la calle, y no era para menos, porque los jóvenes nunca limpiaban el lugar y había un hedor de muerte."

Muy bien. ¡Felicidades! sigan practicando sus ejericcios de escritura y mándenmelos para que yo los suba al blog.

¡Hasta la próxima!


 

Sunday, April 11, 2021

"La ola del perfume verde" de Robert Artl

La ola del perfume verde

Robert Artl

(Aregntina)

Para leer el ejercicio relacionado con este cuento haga clic aquí

Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó: —¿Ya apareció el espantoso mal olor? El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel. El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros —desde el mostrador, naturalmente—, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume. Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban: —¿No serán gases asfixiantes? A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias. 2 Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable. Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. "Xenius", el hábil fotógrafo de "El Mundo" nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo. Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes. A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente. Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles . —¿Qué sucede? ¿Qué pasa?—era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca. Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder: —¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume? Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos. 3 A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire. En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta: —¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume? Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos. "Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan." "De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde." "Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos." "La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso." "El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad." "Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume." "Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume." "El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto." "Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles: "1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo. 4 "2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume." Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era "estamos en las proximidades del fin del mundo", en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta. A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos...con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intento abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros. En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una "especie de aire verde por las narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde. Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, salieron de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones. A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una 5 atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso. Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negruda del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo . El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró: —Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto! Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielo, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles. Fue la última descarga eléctrica. El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió: —Lo había previsto. Irritado me volví hacia él. —¿Qué es lo que había previsto usted, profesor?—grité. —Todo lo que ha sucedido. Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí: "Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra." —¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios? El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó: —La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa. —¿Y por qué no lo dijo antes? —Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero..., a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida. Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.