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Cada semana leeremos un cuento o un poema de algún autor hispano.
Te invito a participar de la siguiente manera:
1. Escoge un cuento, poema, o ensayo de la lista de autores que aparece en la columna del lado derecho del blog. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
2. Después de leer el material elegido, crea una historia usando las ocho palabras que el grupo ¿Y... qué me cuentas? escogió en clase, o escoge otras ocho palabras de la lectura que quieras practicar. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
¿Estás listo? ¡ Adelante!

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Y…¿qué me cuentas?

Este video muestra el momento en el que los estudiantes de

Y…¿qué me cuentas?

crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase.

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Y…¿qué me cuentas?

Recomendación al Gobierno de México por parte del Consejo Consultivo del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (CCIME) durante su XVII reunión ordinaria.

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Tuesday, February 25, 2020

Ayuda a Cortázar a escapar del laberinto de Borges

OJO: Si quieren ingresar al juego desde sus teléfonos, por favor, no lo hagan directamente desde Facebook. Facebook solo se ve en modo de retrato (portrait mode) y el juego está diseñado para modo panorama (landscape mode). Facebook no reconoce cuando se rota el celular. Mejor ingresen por su navegador copiando y pegando el enlace del juego el cuál encontrarán al darle clic a la imagen de la pareja de jóvenes. Gracias. 

¡Hola!
"Ayuda a Cortázar a escapar del laberinto de Borges" es un juego interactivo en el que tus habilidades lingüísticas y tecnológicas ayudarán a Cortázar a terminar el cuento "Continuidad de los parques" y a escapar del laberinto de Borges. ¿Quieres ponerte a prueba? Entonces ve el video y posteriormente da clic en la imagen de los avatars abajo del video.

¡Buena suerte!


Has clic en la imagen.
http://eepurl.com/g0BmSz



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Monday, February 24, 2020

"La profecía autocumplida" de Gabriel García Márquez

La profecía autocumplida 
Gabriel García Márquez


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14.  Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación.  Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:  "No sé pero he amanecido con el presentimiento que algo muy grave va a sucederle a este pueblo". 

El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:  "Te apuesto un peso a que no la haces".  Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace.  Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla  Y él contesta: "es cierto pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo". 

Todos se ríen de él y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta:  -Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.  -¿Y porqué es un tonto?  -Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. 

Y su madre le dice:  - No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen. 

Una pariente oye esto y va a comprar carne.  Ella le dice al carnicero:  "Deme un kilo de carne" y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado". 

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice:  "mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se están preparando y comprando cosas". 

Entonces la vieja responde: "Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos..." 

Se lleva los cuatro kilos y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el
rumor. 

Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo.  Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde.  Alguien dice:  -¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?  -¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!  Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. 

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.  -Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.  -Sí, pero no tanto calor como ahora. 

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:  "Hay un pajarito en la plaza".  Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.  -Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.  -Sí, pero nunca a esta hora. 

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.  -Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.  Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. 

Hasta que todos dicen: "Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos".  Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo.  Se llevan las cosas, los animales, todo. 

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: "Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa", y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. 

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado:  "¿Vistes mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?"

Wednesday, February 19, 2020

"Homero" de Eduardo Galeano



Homero
Eduardo Galeano (1940-2015)
Uruguay

No había nada ni nadie. Ni fantasmas había. No más que piedras mudas, y alguna que otra oveja buscando pasto entre las ruinas.

Pero el poeta ciego supo ver, allí, la gran ciudad que ya no era. La vio rodeada de murallas, alzada en la colina sobre la bahía; y escuchó los alaridos y los truenos de la guerra que la había arrasado.

Y la cantó. Fue la refundación de Troya. Troya nació de nuevo, parida por las palabras de Homero, cuatro siglos y medio después de su exterminio. Y la guerra de Troya, condenada al olvido, pasó a ser la más famosa de todas las guerras.

Los historiadores dicen que ésa fue una guerra comercial. Los troyanos habían cerrado el paso hacia el mar Negro, y lo cobraban caro. Los griegos aniquilaron Troya para abrirse camino al Oriente por el estrecho de los Dardanelos. Pero comerciales fueron todas, o casi todas, las guerras que en el mundo han sido. ¿Por qué habría de hacerse digna de memoria una guerra tan poco original?

Las piedras de Troya iban a convertirse en arena y nada más que arena, cumpliendo su destino natural, cuando Homero las vio y las escuchó.

Lo que él cantó, ¿fue pura imaginación?

¿Fue obra de fantasía esa escuadra de mil doscientas naves lanzadas al rescate de Helena, la reina nacida de un huevo de cisne?

¿Inventó Homero eso de que Aquiles arrastró a su vencido Héctor, atado a un carro de caballos, y le dio varias vueltas alrededor de las murallas de la ciudad sitiada?

Y la historia de Afrodita envolviendo a Paris en un manto de niebla mágica cuando lo vio perdido, ¿no habrá sido delirio o borrachera?

¿Y Apolo guiando la flecha mortal hacia el talón de Aquiles? ¿Habrá sido Odiseo, alias Ulises, el creador del inmenso caballo de madera que engañó a los troyanos?

¿Qué tiene de verdad el final de Agamenón, el vencedor, que regresó de esa guerra de diez años para que su mujer lo asesinara en el baño?

Esas mujeres y esos hombres, y esas diosas y esos dioses que tanto se nos parecen, celosos, vengativos, traidores, ¿existieron?

Quién sabe si existieron. Lo único seguro es que existen.


Espejos. Una historia casi universal, Salamanca, Siglo XXI de España Editores, 2008, págs. 47-48


Tuesday, February 18, 2020

"En un bohío" de Juan Bosch


En un bohío
Juan Bosch (1909-2001)
República Dominicana

La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.

El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.

Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.

Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.

–Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?

Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.

–¿No era taita, mama?

–No –negó–, tu taita viene después.

El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.

–Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo…

La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.

El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado.

El cuartucho hedía a tela podrida. La madre –flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado– no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.

Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez –justamente dos días antes de entregarse– todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos –la hembrita y los dos niños–, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse.

Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad.

Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Sentía que le faltaba el aire. Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vio un sombrero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vio al hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pasos, ella le miró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo.

Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfermos, Teo. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre.

–Saludo –había dicho él.

Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y suplicó:

–Déme algo, alguito.

El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre.

–Déme alguito –insistía ella.

Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además comprendió que era un hombre y que le veía como a mujer.

–Bájese –dijo ella, muerta de vergüenza.

El hombre se tiró del caballo.

–Yo no más tengo medio peso –aventuró él.

Serena ya, dueña de sí, ella dijo:

–Ta bien, dentre.

El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquima del caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta.

El hombre entró preguntando:

–¿Aquí?

Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma, se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vio a los niños dormitar. Entonces dio la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.

–Unjú, aquí —afirmó ella.

El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pequeña, quemada, huesos y pellejos nada más.

–¿Qué te pasó, Minina? –preguntó la madre.

La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia.

–¡Diga pronto!

–En el río —dijo la pequeña—; pasando el río… Se mojó el papel y na más quedó esto.

En el puñito tenía todo el arroz que había logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, recostada contra las tablas del bohío.

La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por completo al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de la situación.

–Vino la muchacha, mi muchacha… Váyase —dijo.

Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vio al hombre pasarle por el lado, desamarrar la jáquima y subir al caballo; después lo siguió mientras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio peso, medio peso perdido”.

–Mama –llamó el niño adentro–. ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita?

Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo:

–No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.


Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Amigo del hogar, 1962. Págs. 45-52

Monday, February 10, 2020

"El niño y la bomba" de Raúl Leis Romero


El niño y la bomba

Raúl Leis Romero

(Panamá)

Era un sábado por la mañana. El niño salió disparado de su casa con un pan en una mano y la pelota en la otra. Buscó y no encontró a sus amigos por ninguna parte.
Se comió el pan. Caminó hacia un gran lote vació a ver si encontraba a sus amiguitos. Tampoco había nadie en ese lugar. Le dio una patada a la pelota y fue a caer del otro lado de un monte muy alto.
Se metió entre la yerba a buscar la pelota, y se encontró con la bomba. La bomba era de color gris y tenía la nariz enterrada en el barro. El niño no tenía fuerza ni poder, pues apenas podía con la pelota.
La bomba vino a dar a ese lugar, porque se cayó del avión que la llevaba a una guerra. Por suerte la bomba no explotó.
El niño agarró con más fuerza su pelota y le preguntó a la bomba:
- ¿Quién eres? ¿Qué haces? No te pareces a ninguna cosa que conozco...
- Soy una bomba. Tengo poder para destruir, ese es mi trabajo
.-  ¿Acaso puedes acabar con todo lo que quieras? - Dijo el niño.
- Claro que si. -Dijo la bomba.
- ¿Puedes destruir un edificio tan grande como la estación de bomberos?
- En un dos por tres. Puedo hacer volar no solo a los bomberos, también a la escuela, el templo, y todas las casas con la gente de este lugar, niño. - Dijo la bomba.
El niño preocupado le preguntó cómo era que ella funcionaba. La bomba le explicó pero el niño no entendió nada. La bomba le pidió:
- Mira, ayúdame a salir de aquí. ¡Estoy incómoda!.
- ¿Para qué quieres salir? le preguntó el niño. La bomba dijo que tenía que alcanzar el avión y llegar a la guerra, a destruir un pueblo parecido al del niño.
El niño le respondió, que no la podía ayudar a salir porque no estaba de acuerdo con el trabajo que la bomba hacía. Entonces la bomba le propuso un trato al niño: "Si me ayudas a salir de este barro, yo te cumpliré tres deseos. ¡Recuerda que tengo mucho poder!.
El niño lo pensó un momento, y le dijo que sí. Pero que, para estar seguro, la bomba tenía que prometer, jurar y darle su palabra de honor que no se iría para la guerra. La bomba tuvo hasta que firmarlo todo, en un papel que escribió el niño.
El niño corrió a su casa y regresó con una palita que usaba para jugar con arena cuando iba a la playa. Además, trajo la correa con la que amarraban al perro.
El niño cavó durante varias horas alrededor de la bomba. Cuando estuvo libre, rápidamente, le ató la correa en la nariz con el nudo que le había enseñado hacer un tío que era marinero, y entonces le dijo:
Bueno bomba, ¡ahora camina!. En el pueblo se formó un revulú cuando vieron a ese niño tan pequeño, llevando amarrada a la enorme bomba que flotaba en el aire.
El niño le fue enseñando las casas viejas, la gente enferma, y los hombres y mujeres que no sabían ni jota de leer y escribir.
Al fin se detuvieron en un cerrito desde donde se dominaba con la vista a todo el pueblo, y conversaron debajo de un viejo árbol. El niño le pidió a la bomba que cumpliera sus tres deseos:
- Primero, que todas las familias tengan casas buenas, amplias y baratas.
-  Segundo, que la gente no se mueran por enfermedades que se pueden curar.
- Tercero, que todos aprendan a leer y escribir.
La bomba levantó la voz y dijo: - Yo solo soy una bomba, me pides demasiado. Y lloró lágrimas de pólvora y cobre derretido, porque ella no podía hacer eso. Sufría mucho al darse cuenta de todas las cosas que se habían podido construir, de la gente que podrían haber tenido salud, y aprendido a leer y escribir con el dinero que ella, y las otras bombas, habían costado. El niño al ver llorar a la bomba también se puso muy triste: - Puedes irte, pero no le hagas daño a nadie. La bomba decidió no ir a ninguna guerra. Le pidió al niño quedarse con él ese pueblo. Pero también comprendió que era un peligro para la gente porque podía explotar, y acabar con todo y con todos, aún sin ella quererlo.
La bomba tomó una decisión. Llamó al niño que se alejaba y le pidió: -Sácame las entrañas con mucho cuidado. Yo te diré como. El niño entendió lo que la bomba quería hacer. La desarmó y le sacó lo que tenía adentro. Botó en el mar todo lo que podía explotar.
Los alambres sirvieron para arreglar la iluminación de la plaza, que hace tiempo estaba oscura como boca de lobo. Sólo quedó el cascote de la bomba. Entre todos los niños lo cargaron y ahora está ahí en medio de la plaza. La gente ha sembrado flores alrededor y los niños pintan dibujos sobre el cascote, y todos cantan.
Hoy existe una leyenda. La gente cuenta que la bomba es como esos caracoles, en los cuales se escuchan a las olas del mar. Sol que cuando se pega el oído sobre el frío acero del cascote, lo que se escucha no es el mar, ni tampoco sonidos de guerras, sino, canciones y más canciones de paz.
Algunos dicen que los sábados en la mañana, la bomba sonríe.


Wednesday, February 5, 2020

"Final absurdo" de Laura Freixas


Final absurdo
Laura Freixas
(España)
Para leer el ejercicio de ocho palabras de este cuento haga clic aquí

Eran las ocho y media de la tarde, y el detective Lorenzo Fresnos estaba esperando una visita. Su secretaria acababa de marcharse; afuera había empezado a llover y Fresnos se aburría. Había dormido muy poco esa noche, y tenía la cabeza demasiado espesa para hacer nada de provecho durante la espera. Echó un vistazo a la biblioteca, legada por el anterior ocupante del despacho, y eligió un libro al azar. Se sentó en su sillón y empezó a leer, bostezando.

Le despertó un ruido seco: el libro había caído al suelo. Abrió los ojos con sobresalto y vio, sentada al otro lado de su escritorio, a una mujer de unos cuarenta años, de nariz afilada y mirada inquieta, con el pelo rojizo recogido en un moño. Al ver que se había despertado, ella le sonrió afablemente. Sus ojos, sin embargo, le escrutaban con ahínco.

Lorenzo Fresnos se sintió molesto. Le irritaba que la mujer hubiese entrado sin llamar, o que él no la hubiese oído, y que le hubiera estado espiando mientras dormía. Hubiera querido decir: «Encantado de conocerla, señora...» (era una primera visita) pero había olvidado el nombre que su secretaria le había apuntado en la agenda. Y ella ya había empezado a hablar.

—Cuánto me alegro de conocerle —estaba diciendo—. No sabe con qué impaciencia esperaba esta entrevista. ¿No me regateará el tiempo, verdad?

— Por supuesto, señora —replicó Fresnos, más bien seco. Algo, quizá la ansiedad que latía en su voz, o su tono demasiado íntimo, le había puesto en guardia—. Usted dirá.

La mujer bajó la cabeza y se puso a juguetear con el cierre de su bolso. Era un bolso antiguo y cursi. Toda ella parecía un poco antigua, pensó Fresnos: el bolso, el peinado, el broche de azabache... Era distinguida, pero de una distinción tan pasada de moda que resultaba casi ridícula.

—Es difícil empezar... Llevo tanto tiempo pensando en lo que quiero decirle... Verá, yo... Bueno, para qué le voy a contar: usted sabe...

Una dama de provincias, sentenció Fresnos; esposa de un médico rural o de un notario. Las conocía de sobras: eran desconfiadas, orgullosas, reacias a hablar de sí mismas. Suspiró para sus adentros: iba a necesitar paciencia.

La mujer alzó la cabeza, respiró profundamente y dijo:

—Lo que quiero es una nueva oportunidad.

Lorenzo Fresnos arqueó las cejas. Pero ella ya estaba descartando, con un gesto, cualquier hipotética objeción:

—¡No, no, ya sé lo que me va a decir! —se contestó a sí misma—. Que si eso es imposible; que si ya tuve mi oportunidad y la malgasté; que usted no tiene la culpa. Pero eso es suponer que uno es del todo consciente, que vive con conocimiento de causa. Y no es verdad; yo me engañaba. —Se recostó en el sillón y le miró, expectante.

—¿Podría ser un poco más concreta, por favor? —preguntó Fresnos, con voz profesional. «Típico asunto de divorcio», estaba pensando. «Ahora me contará lo inocente que era ella, lo malo que es el marido, etc., etc., hasta el descubrimiento de que él tiene otra.»

—Lo que quiero decir —replicó la mujer con fiereza— es que mi vida no tiene sentido. Ningún sentido, ¿me entiende? O, si lo tiene, yo no lo veo, y en tal caso le ruego que tenga la bondad de decirme cuál es. —Volvió a recostarse en el sillón y a manosear el bolso, mirando a Fresnos como una niña enfadada. Fresnos volvió a armarse de paciencia.

— Por favor, señora, no perdamos el tiempo. No estamos aquí para hablar del sentido de la vida. Si tiene la bondad de decirme, concretamente —recalcó la palabra—, para qué ha venido a verme...

La mujer hizo una mueca. Parecía que se iba a echar a llorar.

—Escuche... —se suavizó Fresnos. Pero ella no le escuchaba.

— ¡Pues para eso le he venido a ver, precisamente! ¡No reniegue ahora de su responsabilidad! ¡Yo no digo que la culpa sea toda suya, pero usted, por lo menos, me tenía que haber avisado!

— ¿Avisado? ¿De qué? —se desconcertó Fresnos.

— ¡Avisado, advertido, puesto en guardia, qué sé yo! ¡Haberme dicho que usted se desentendía de mi suerte, que todo quedaba en mis manos! Yo estaba convencida de que usted velaba por mí, por darle un sentido a mi vida...

Aquella mujer estaba loca. Era la única explicación posible. No era la primera vez que tenía clientes desequilibrados. Eso sí, no parecía peligrosa; se la podría sacar de encima por las buenas. Se levantó con expresión solemne.

—Lo siento, señora, pero estoy muy ocupado y...

A la mujer se le puso una cara rarísima: la boca torcida, los labios temblorosos, los ojos mansos y aterrorizados.

—Por favor, no se vaya... no se vaya... no quería ofenderle —murmuró, ronca; y luego empezó a chillar—: ¡Es mi única oportunidad, la única! ¡Tengo derecho a que me escuche! ¡Si usted no...! —Y de pronto se echó a llorar.

Si algo no soportaba Fresnos era ver llorar a una mujer. Y el de ella era un llanto total, irreparable, de una desolación arrasadora. «Está loca», se repitió, para serenarse. Se volvió a sentar. Ella, al verlo, se calmó. Sacó un pañuelito de encaje para enjugarse los ojos y volvió a sonreír con una sonrisa forzada. «La de un náufrago intentando seducir a una tabla», pensó Fresnos. El mismo se quedó sorprendido: le había salido una metáfora preciosa, a la vez original y ajustada. Y entonces tuvo una idea. Pues Fresnos, como mucha gente, aprovechaba sus ratos libres para escribir, y tenía secretas ambiciones literarias. Y lo que acababa de ocurrírsele era que esa absurda visita podía proporcionarle un magnífico tema para un cuento. Empezó a escucharla, ahora sí, con interés. — Hubiera podido fugarme, ¿sabe? —decía ella—. Sí, le confieso que lo pensé. Usted... —se esforzaba visiblemente en intrigarle, en atraer su atención — , usted creía conocer todos mis pensamientos, ¿verdad?

Lorenzo Fresnos hizo un gesto vago, de los que pueden significar cualquier cosa. Estaría con ella un rato más, decidió, y cuando le pareciese que tenía suficiente material para un relato, daría por terminada la visita.

— ¡Pues no! —exclamó la mujer, con tono infantilmente burlón —. Permítame que le diga que no es usted tan omnisciente como cree, y que aunque he sido un títere en sus manos, también tengo ideas propias. —Su mirada coqueta suavizaba apenas la agresividad latente en sus palabras. Pero Fresnos estaba demasiado abstraído pensando en su cuento para percibir esos matices.

—... cuando me paseo por el puerto, ¿recuerda? — continuaba ella—. En medio de aquel revuelo de gaviotas chillando, que parecen querer decirme algo, transmitirme un mensaje que yo no sé descifrar. —Se quedó pensativa, encogida. «Como un pajarito», pensó Fresnos, buscando símiles. «Un pajarito con las plumas mojadas» — . O quizá el mensaje era, precisamente, que no hay mensaje —murmuró ella.

Sacudió la cabeza, volvió a fijar los ojos en Fresnos y prosiguió:

—Quería empezar de nuevo, despertarme, abrir los ojos y gobernar el curso de mi vida. Porque aquel día, por primera y desgraciadamente única vez, intuí mi ceguera — «¿Ceguera?», se asombró Fresnos—. Esa ceguera espiritual que consiste en no querer saber que uno es libre, único dueño y único responsable de su destino, aunque no lo haya elegido; en dejarse llevar blandamente por los avatares de la vida. — «Ah, bueno», pensó Fresnos, algo decepcionado. Claro que en su cuento podía utilizar la ceguera como símbolo, no sabía bien de qué, pero ya lo encontraría.

—Por un momento —continuó la mujer — , jugué con la idea de embarcarme en cualquier barco y saltar a tierra en el primer puerto. ¡Un mundo por estrenar...! — exclamó, inmersa en sus fantasías—. A usted no le dice nada, claro, pero a mí... Donde todo hubiera sido asombro, novedad: con calles y caminos que no se sabe adonde llevan, y donde uno no conoce, ni alcanza siquiera a imaginar, lo que hay detrás de las montañas... Dígame una cosa —preguntó de pronto—: ¿el cielo es azul en todas partes?

—¿El cielo? Pues claro... —respondió Fresnos, pillado por sorpresa. Estaba buscando la mejor manera de escribir su rostro, su expresión. «Ingenuidad» y «amargura» le parecían sustantivos apropiados, pero no sabía cómo combinarlos.

— ¿Y el mar?

—También es del mismo color en todas partes —sonrió él.

— ¡Ah, es del mismo color! —repitió la mujer—. ¡Del mismo color, dice usted! Si usted lo dice, será verdad, claro... ¡Qué lástima!

Miró al detective y le sonrió, más relajada.

— Me alegro de que hagamos las paces. Me puse un poco nerviosa antes, ¿sabe? Y también me alegro —añadió, bajando la voz— de oírle decir lo del cielo y el mar.

Tenía miedo de que me dijera que no había tal cielo ni tal mar, que todo eran bambalinas y papel pintado.

Lorenzo Fresnos miró con disimulo su reloj. Eran las nueve y cuarto. La dejaría hablar hasta las nueve y media, y luego se iría a casa a cenar; estaba muy cansado.

La mujer se había interrumpido. Se hizo un silencio denso, cargado. Afuera continuaba lloviendo, y el cono de luz cálida que les acogía parecía flotar en medio de una penumbra universal. Fresnos notó que la mujer estaba tensa; seguramente había sorprendido su mirada al reloj.

—Bueno, pues a lo que iba... —continuó ella, vacilante—. Que conste que no le estoy reprochando que me hiciera desgraciada. Al contrario: tuve instantes muy felices, y sepa usted que se los agradezco.

—No hay de qué —replicó Fresnos, irónico.

—Pero era —prosiguió la mujer, como si no le hubiera oído— una felicidad proyectada hacia el porvenir, es decir, consistía precisamente en el augurio (creía yo) de una felicidad futura, mayor y, sobre todo, definitiva... No sé si me explico. No se trata de la felicidad, no es eso exactamente... Mire, ¿conoce usted esos dibujos que a primera vista no son más que una maraña de líneas entrecruzadas, y en los que hay que colorear ciertas zonas para que aparezca la forma que ocultan? Y entonces uno dice: «Ah, era eso: un barco, o un enanito, o una manzana»... Pues bien, cuando yo repaso mi vida, no veo nada en particular; sólo una maraña.

«Bonita metáfora», reconoció Fresnos. La usaría.

—Cuando llegó el punto final —exclamó ella, mirándole de reojo— le juro que no podía creérmelo. ¡Era un final tan absurdo! No me podía creer que aquellos sueños, aquellas esperanzas, aquellos momentos de exaltación, de intuición de algo grandioso..., creía yo..., terminaran en..., en agua de borrajas —suspiró—. Dígame —le apostrofó repentinamente — : ¿por qué terminó ahí? ¡Siempre he querido preguntárselo!

—¿Terminar qué? —se desconcertó Fresnos.

— ¡Mi historia! —se impacientó la mujer, como si la obligaran a explicar algo obvio —. Nace una niña..., promete mucho..., tiene anhelos, ambiciones, es un poquitín extravagante..., lee mucho, quiere ser escritora..., incluso esboza una novela, que no termina —hablaba con pasión, gesticulando — , se enamora de un donjuán de opereta que la deja plantada..., piensa en suicidarse, no se suicida..., llegué a conseguir una pistola, como usted sabe muy bien, pero no la usé, claro..., eso al menos habría sido un final digno, una conclusión de algún tipo..., melodramático, pero redondo, acabado..., pero ¡qué va!, sigue dando tumbos por la vida..., hace un poquito de esto, un poquito de aquello..., hasta que un buen día, ¡fin! ¡Así, sin ton ni son! ¿Le parece justo? ¿Le parece correcto? ¡Yo...!

—Pero ¿de qué diablos me está hablando? —la interrumpió Fresnos. Si no le paraba los pies, pronto le insultaría, y eso ya sí que no estaba dispuesto a consentirlo.

La mujer se echó atrás y le fulminó con una mirada de sarcasmo. Fresnos observó fríamente que se le estaba deshaciendo el moño, y que tenía la cara enrojecida. Parecía una verdulera.

— ¡Me lo esperaba! —gritó — . Soy una de tantas, ¿verdad? Me desgracia la vida, y luego ni se acuerda. Luisa, los desvelos de Luisa, ¿no le dice nada? ¡Irresponsable!

—Mire, señora —dijo Fresnos, harto—, tengo mucho que hacer, o sea, que hágame el favor...

—Y sin embargo, aunque lo haya olvidado —prosiguió ella, dramática, sin oírle — , usted me concibió. Aquí, en este mismo despacho: me lo imagino sentado en su sillón, con el codo en la mano, mordisqueando el lápiz, pensando: «Será una mujer. Tendrá el pelo rojizo, la nariz afilada, los ojos verdes; será ingenua, impaciente; vivirá en una ciudad de provincias...» ¿Y todo eso para qué? ¡Para qué, dígamelo! ¡Con qué finalidad, con qué objeto! ¡Pero ahora lo entiendo todo! —vociferó—. ¡Es usted uno de esos autores prolíficos y peseteros que fabrican las novelas como churros y las olvidan en cuanto las han vendido! ¡Ni yo ni mis desvelos le importamos un comino! ¡Sólo le importa el éxito, el dinero, su mísero pedacito de gloria! ¡Hipócrita! ¡Impostor! ¡Desalmado! ¡Negrero!

«Se toma por un personaje de ficción», pensó Fresnos, boquiabierto. Se quedó mirándola sin acertar a decir nada, mientras ella le cubría de insultos. ¡Aquello sí que era una situación novelesca! En cuanto llegara a casa escribiría el cuento de corrido. Sólo le faltaba encontrar el final.

La mujer había callado al darse cuenta de que él no la escuchaba, y ahora le miraba de reojo, avergonzada y temerosa, como si el silencio de él la hubiera dejado desnuda.

—Déme aunque sólo sean treinta páginas más —susurró—, o aunque sean sólo veinte, diez... Por favor, señor Godet...

—¿Señor Godet?... —repitió Fresnos. Ahora era ella la que le miraba boquiabierta.

—¿Usted no es Jesús Godet?

Lorenzo Fresnos se echó a reír a carcajadas. La mujer estaba aturdida.

— Créame que lamento este malentendido —dijo Fresnos. Estaba a punto de darle las gracias por haberle servido en bandeja un argumento para relato surrealista—. Me llamo Lorenzo Fresnos, soy detective, y no conozco a ningún Jesús Godet. Creo que podemos dar la entrevista por terminada. —Iba a levantarse, pero ella reaccionó rápidamente.

—Entonces, ¿usted de qué novela es? —preguntó con avidez.

—Mire, señora, yo no soy ningún personaje de novela; soy una persona de carne y hueso.


¿Qué diferencia hay? —preguntó ella; pero sin dejarle tiempo a contestar, continuó—: Oiga, se me ha ocurrido una cosa. Ya me figuraba yo que no podía ser tan fácil hablar con el señor Godet. Pues bien, ya que él no nos va a dar una nueva oportunidad, más vale que nos la tomemos nosotros: usted pasa a mi novela, y yo paso a la suya. ¿Qué le parece?

—Me parece muy bien —dijo tranquilamente Fresnos— . ¿Por qué no vamos a tomar una copa y lo discutimos con calma? —Sin esperar respuesta, se levantó y fue a coger su abrigo del perchero. Se dio cuenta de que no llevaba paraguas, y estaba lloviendo a mares. Decidió que cogería un taxi. Entonces la oyó gritar.

Estaba pálida como un cadáver mirando la biblioteca, que no había visto antes por estar a sus espaldas. La barbilla le temblaba cuando se volvió hacia él.

—¿Por qué me ha mentido? —gritó con furia—, ¿por qué? ¡Aquí está la prueba! —Señalaba, acusadora, los libros — . ¡Cubiertos de polvo, enmudecidos, inmovilizados a la fuerza! ¡Es aún peor de lo que me temía, los hay a cientos! Sus Obras Completas, ¿verdad? ¡Estará usted satisfecho! ¿Cuántos ha creado usted por diversión, para olvidarlos luego de esta manera? ¿Cuántos, señor Godet?

—¡Basta! —gritó Fresnos—. ¡Salga inmediatamente de aquí o llamo a la policía!

Avanzó hacia ella con gesto amenazador, pero tropezó con un libro tirado en el suelo junto a su sillón. Vio el título: «Los desvelos de Luisa». Creyó comprenderlo todo. Alzó la cabeza. En ese momento menguó la luz eléctrica; retumbó un trueno, y la claridad lívida e intemporal de un relámpago les inmovilizó. Fresnos vio los ojos de la mujer, fijos, desencajados, entre dos instantes de total oscuridad. Siguió un fragor de nubes embistiéndose; arreció la lluvia; la lámpara se había apagado del todo. Fresnos palpaba los muebles, como un ciego.

— ¡Usted dice que el cielo es siempre azul en todas partes! —La voz provenía de una forma confusa y movediza en la penumbra—. ¡Sí! —gritaba por encima del estruendo —, ¡menos cuando se vuelve negro, vacío para siempre y en todas partes! — ¡Tú no eres más que un sueño! —vociferó Fresnos, debatiéndose angustiosamente — . ¡Soy yo quien te he leído y quien te está soñando! ¡Estoy soñando, estoy soñando! — chilló en un desesperado esfuerzo por despertar, por huir de aquella pesadilla.

— ¿Ah, sí? —respondió ella burlona, y abrió el bolso. Enloquecido, Fresnos se abalanzó hacia aquel bulto movedizo. Adivinó lo que ella tenía en sus manos, y antes de que le ensordeciera el disparo tuvo tiempo de pensar: «No puede ser, es un final absurdo...»

«Ni más ni menos que cualquier otro», le contestó bostezando Jesús Godet mientras ponía el punto final.