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Monday, March 23, 2015

"En busa de un retrato" de Días Mas Paloma


En busca de un retrato

Paloma Díaz Mas
(España)

Las baldosas coloradas de la entrada cuidadosamente bruñidas con cera, la deslumbrante escalerita de claraboya convertida en invernadero para unas plantas casi amenazadoras de puro rozagantes, la casa de largo pasillo y barnizadas maderas, con los montantes de las puertas coquetamente encortinados de una cretona de florecitas muy limpia y muy planchada.

El comedor de nobles muebles de viejo roble, con su suntuosa cancela modernista –lotos rosas y nenúfares azules de pétalos traslúcidos y esmerilados, entre retorcidos pámpanos de un verde botella– que daba a la azotea. Y en ella, de nuevo las baldosas tan brillantes que parecían pintadas con aceite y bajo el sol azaleas, petunias, alegrías, pendientes de la reina, gitanillas, geráneos, cóleos morados. Y en la sombra helecho, hiedra enana, cintas y esa planta que nosotros llamamos amor de hombre, pero que en inglés es judío errante y en francés miseria. Y en un rincón los cactus, milagrosamente floridos, y las plantas de olor: la hierbabuena, el sándalo y la albahaca.

Pero sobre todo la cocina: una cocina antigua y grande, de azulejos blancos y armarios de pino pintados de blanco, y blancas cortinas en la ventana y una pila de mármol blanco en la que la abuela María lavaba –montañas de espuma blanca– la blanca loza, para secarla después con un suave paño de algodón blanco. Fuera, sobre las cumbres de las montañas circundantes, muchas veces nevaba.


Y la abuela misma, con su pelo de un blanco nacarado y sus vestidos de dibujos pequeñitos y colores brillantes: parecía una síntesis de la cocina blanca y de las cortinas de florecitas, o tal vez fuese al revés, que el blancor de la cocina y las flores de las tapicerías emanaban precisamente de su persona; siempre tuve la impresión de que la abuela era la casa y la casa era la abuela.

Pero dije que sobre todo la cocina: largas horas de laboriosos platos –pato con peras y pollo con ciruelas, escudella y bacalao con pasas, escalivada y robellones de mil maneras, dorada crema y acariciantes profiteroles calientifríos– en los que la abuela no dejaba inmiscuirse a nadie. Siempre tan pulcra entre grasas y humos, ceñida por su mandil de cuadros blancos y rosas –para los domingos se ponía otro de piqué azul, con aplicaciones de flores blancas de guipur–, ya se dedicaba desde muy temprano a picar verduras y mazar condimentos, a deshuesar frutas y tajar carnes, a caramelizar moldes y ligar salsas, a preparar sofritos y ponderar hierbas, en un sosegado trajín de cacerolas y marmitas, de sartenes y pucheros, de escurridores y mangas de pastelero, de molinillos y ralladores, de morteros y batidores, de cuencos, tombatruitas y ensaladeras.

Sabía hacer jabón con sosa y grasas viejas, ligar el alioli sólo con el mazo del mortero; elevar montañas de espuma de una clara de huevo. Y además era bella, hermosa como ninguna mujer que yo conociese.

Pero de esto último no me di cuenta hasta el día de la foto. Y quede claro que no son recuerdos de infancia: a la abuela María la conocí siendo ella ya vieja, y yo casi tenía treinta años.

Creo que fue una mañana de verano mientras, en el primer sol de la terraza, sentada en su mecedora de cretonas, la abuela deshuesaba ciruelas pasas para un plato de fiesta. La sorprendí así, como era ella, sentada apaciblemente, en incesante actividad, en su entorno de flores y baldosas rojas. Cuando revelé aquel carrete de fotos había pasado mucho tiempo, yo estaba ya en la ciudad y lejos del pueblo montañoso y de la casita de los azulejos blancos y las baldosas brillantes, y ni siquiera recordaba haberle hecho ese retrato.

Y sin embargo ella estaba allí, y me miraba con el gesto pícaro de quien, pese a todas las precauciones por mí tomadas, no había sido sorprendida: sabía que yo disparaba la foto y había en sus ojos, en su boca, en las arruguitas de las sienes y de las comisuras de los labios un rictus irónico y pilluelo. Su pelo de nácar era casi de un azul untuoso, bajo ese primer sol de la mañana, los ojitos azules casi parecían negros de tan vivos, la oreja pulcra se recortaba sobre el cuello de manteca apenas surcado por una arruga, el escote en pico de su traje de lunares azules y amarillos se abría coquetón sobre un busto de ochenta años sorprendentemente firme, reposaban sobre los brazos de la mecedora los brazos de la mujer fuerte, y tenía el gesto enérgico y dulce de quien ha hecho frente a muchas cosas y la mayor parte de ellas despiadadas y terribles, la sonrisa burlona de quien sabe que peor las hemos pasado y hemos salido adelante. Y las

enternecedoras manos, blanquísimas, de limpias y recortadas uñas, bellas y deformadas por la artrosis; una artrosis que en ellas no parecía una enfermedad ni un defecto, sino la consecuencia de una evolución de la Naturaleza: las falanges torcidas y las articulaciones hinchadas que podría tener un árbol añoso si tuviera manos blancas. Al fondo, florecía una mata de alegrías coloradas y jugaba el gato.

Desde aquel día me gustó imaginar lo hermosa que debía haber sido la abuela María de joven. Porque a una vejez tan dorada y bella, tan pulcra y perfecta, tan vivaz y venerable, sólo podía haber precedido una madurez espléndida, una juventud de belleza fascinante. ¿Cómo sería ella de niña, cuando con trenzas y bata de rayas arrastraba su cabás hacia la cercana escuela del pueblo? Me gustaba imaginármela como una deliciosa preadolescente de rodillas bruñidas y cuello muy planchado, con una trenza gruesa y pesada como una soga, una trenza de azabache que era la envidia de las niñas del pueblo. O, ya púber, almidonada y un poco rígida en su primer traje de mujer: la chica de fascinantes rasgos que no parece advertir su belleza y a quien todos los mozos miran sin atreverse a sacarla a bailar, tan aterradoramente bella les parece. Y luego de mujer casada, una radiante madre joven que pasea en los brazos a su hijo de meses, orgullosa de él y

creyendo en su ceguera que es al niño a quien todas las miradas se dirigen. Y de mujer madura y fuerte, enfrentándose al trabajo duro de una recién viuda en aquellos tiempos que los viejos de hoy, cuando recuerdan, llaman aún «los tiempos dificiles» y a veces «los tiempos del hambre». No podía haber sido de otra manera.

Y de ahí mi deseo y luego mi anhelo y luego mi impaciencia, y luego mi obsesión por ver una foto de la abuela María cuando era joven. Porque deseaba ver de una vez lo que debía haber sido una belleza sin igual, sin comparación alguna con la de ninguna otra mujer que yo hubiese visto nunca. Porque una vejez tan dorada y hermosa sólo podía ser la decadencia de una belleza espléndida e incomparable.

Por desgracia, la abuela María parecía no haberse hecho nunca en su vida una fotografía. Y ni preguntando a mi madre, ni a ella misma, ni revolviendo olvidados cajones o rebuscando en viejos álbumes de fotos de familia logré dar con una sola fotografía de su juventud. Parecía como si el tiempo y sus protagonistas, con una especie de extraño pudor, hubiesen hecho lo posible por ocultar aquella imagen magnífica.

Me costó años y muchos ruegos que me dejase ver la única foto que se conservaba de sus tiempos jóvenes: la del día de su boda. Consintió en enseñármela una tarde de otoño ya un poco fría en que yo le había rogado mucho. La sacó de una carpeta de cartulina crema con cantos dorados, de entre dos hojitas de papel de seda finas como un soplo. Me preparé para ver lo que yo había imaginado como una belleza fascinante y deslumbradora.

Desde la foto en tonos sepia, entre una columna salomónica truncada y un buquet de flores de trapo, bajo un celaje digno de una aparición angélica, me miraba una pareja pueblerina: él empaquetado en su traje rígido, sentado en silla curul, con los zapatos demasiado embetunados y las manos toscas de quien trabaja en el campo; y ella en pie, no menos tosca e insulsa, una cara inexpresiva de ojos claros y cabello oscuro, de óvalo convencional y un poco burdo, dejando reposar sosamente sobre los hombros del varón sentado unas manos tan anodinas que no denotaban expresión alguna; unas manos que, por no decir, no decían ni del trabajo ni del regalo: podían ser las manos de cualquiera. Y eso era todo: una muchacha de pueblo con su vestido de boda pobre, con un rostro de muñeca de china, con un cuerpo menudo como hay millares, con una mirada en que ninguna luz se reflejaba. La dorada vejez de la abuela María no era, pues, producto de la decadencia de

una hermosa juventud: su belleza se había forjado a lo largo de los años, como la belleza de algunos árboles, de algunas rocas, de algunos edificios nobles dignificados por las lluvias y los vientos que pulieron sus piedras.

© Ediciones Cátedra S.A.

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