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Tuesday, October 1, 2019

"Cambio de rasante" de Daniel Sueiro


Cambio de rasante
Daniel Sueiro 
(España, 1931-1986)


El coche salió de la curva chillando y levantando el polvo de la cuneta. Después del violento tirón que los había echado hacia la izquierda, alzándolos casi de los asientos, volvieron a acomodarse los cuatro en sus sitios, aunque siguió meciéndolos un ligero y dulce vaivén. Llevaban abiertas todas las ventanillas y el aire se cruzaba allí dentro vertiginosamente y podían sentirlo en todo el cuerpo, pero aquellas bocanadas de aire pesado y caliente les hacían sudar todavía más, les sofocaban, parecían quemarles. La chapa metálica ardía allí en el borde si uno apoyaba distraídamente un brazo o ponía la mano. El sol inundaba todo el cielo de un color amarillo o calizo, denso e inmóvil; amarillo y sólido como el color de la tierra que se extendía o se apretaba en torno a la línea blanca de la carretera, sólo azuleada, ocre o parda, en la lejanía. Ni un árbol, ni un pájaro. La nube de polvo levantada de súbito por las ruedas derechas del coche al salirse de la curva era rápidamente absorbida y como disuelta por el mismo fuego reverberante y líquido que parecía salir del asfalto. Se habían callado todos por un momento, sólo ese momento en que el conductor ha de darme muy rápidamente al volante todo a la izquierda sin dejar de acelerar, incluso apretando más a fondo, mientras nosotros nos vemos volcados hacia otro lado y el mundo pasa volando a nuestro alrededor y no sentimos de él más que ese grito enervante y gozoso de las potentes llantas luchando sobre el suelo.
Y justo al salir de la curva fue cuando lo vieron allá arriba, en la cima de la pequeña cuesta hacia la que ahora enfilaba aquella breve recta.
Crecía el rugido del motor al tiempo que aumentaba la velocidad del automóvil, y por un momento este estruendo apagó la estridente música de la radio y enmudeció el monótono y agobiante quejido de las cigarras entre los rastrojos. La chica que iba delante se echaba sobre el conductor señalándole el final del hijo de la carretera, gritando: “¡Mira, ahora!”, y su risa empezaba a ser nerviosa y falsa. “¡Ahí lo tienes, ahí lo tienes!”, le animaba, cogiéndole los brazos. También uno de los que iban en el asiento trasero medio se incorporaba ya en ese momento y chillaba: “¡Vamos, hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡Hazlo…!”, con la mirada encendida y fija allá arriba. El muchacho que iba al volante ya lo había visto, lo había visto bien. Tenía las manos húmedas, mojadas casi, y las frotó sobre la tela del pantalón, suave, lentamente, una, dos veces, para tomar el aro del volante y apretarlo. Gotas frías de sudor caían de sus axilas, las sentía correr por sus costados, surcos interminables. Empezó a sonreír, callado. Sólo en un segundo vio todo lo que tenía que ver: La carretera libre y vacía en aquel trecho que los separaba del cambio de rasante, lejanos fulgores de los coches que venían de frente allá en el punto en que la carretera volvía a aparecer, a la derecha, y nada todavía a través del espejo retrovisor.
Era un tramo de carretera completamente recto, de unos trescientos o cuatrocientos metros, con la señal de “adelantamiento prohibido”, al comienzo de la suave cuesta y la cinta amarilla que separa las dos direcciones perfectamente dibujada en el centro. Allá arriba la carretera se estrechaba y parecía también terminar, como cortada del paisaje y sin continuación ni final. Sólo aquella línea horizontal reverberante e hipnótica, abierta sobre el fondo blanco del cielo.
Los cuatro ocupantes del coche lanzado ya a ciento treinta kilómetros por hora tenían la mirada clavada en aquella línea, en aquella abertura, en aquella boca de ocho metros de anchura que iban a traspasar dentro de quince o veinte segundos.
El chico desafiante y alegre que iba sentado detrás de la muchacha empezó a reír a carcajadas, mientras palmeaba frenéticamente al borde del asiento delantero y le echaba a ella los brazos al cuello o jugaba a taparle los ojos. “¡No mires, no mires ahora!”, forcejeaba. “¡Déjame!”, se desasía la mujer, saltando en el asiento, “¡quiero ver lo que aparece por ahí”, chillando, riendo y llorando: “¡ah…, ah…, venga, venga…!” Sólo el tipo taciturno que se sentaba justamente detrás del conductor se hundió más en su asiento y guardó silencio, pálido, quieto, apretando su cigarrillo entre dientes, y acaso fuese el único que se dio cuenta de que empezó a encenderse el intermitente de la izquierda: “¡ahora, ahora…!”, jadeaba la chica.
El conductor, echado hacia atrás en su asiento, le dio un ligero tirón al volante y apretó aún más a fondo el acelerador. Aquel rugido que oía era el batir de su corazón en la garganta, y aquel miedo, aquel terror, era también un placer.
El coche se deslizó hacia la izquierda hasta ocupar la parte de la carretera correspondiente a la dirección contraria.
Lanzado a aquella velocidad, silbaba al rozar el asfalto y elevarse en el aire camino de aquel cielo blanco y abierto, libre aún por completo al final del desnivel de la carretera, un brillo, un fulgor de sangre centelleante al sol.
Contenían casi la respiración, anhelantes, divertidos y muertos de terror, mirando todos ellos aquella línea del cambio de rasante, esperando pasar, esperando pasar y pasar pronto. El coche corría enloquecido por la mitad izquierda de la carretera cerca ya del final. “¡Ya está, ya está! ¡Vamos más rápido, que lo consigues…!”, gritaba el más alegre de todos ellos, el que se agitaba detrás de la chica, el único que también lo había hecho una vez, y gritaba cuando todavía faltaban unos metros, unos segundos o unas décimas de segundo para pasar y poder ver finalmente lo que había del otro lado. Ella se había quedado muda de pronto y sus enormes ojos se abrían empavorecidos, mirando hacía allí, al vacío, encogiéndose en su asiento y ocultándose casi para evitar todo aquello o al menos olvidarlo. Al conductor le oyeron decir en el último instante, murmurar o sollozar: “¡Nos la pegamos, esta vez nos la pegamos…!”, pero ni soltó el volante ni se echó a la derecha, ciego. El chico más callado seguía allí hundido mordiendo el filtro de su pitillo, estremecido, consiguiendo únicamente no cerrar los ojos para echar una última mirada a aquellos que eran sus amigos y al ardiente cielo que huía tras los huecos de las ventanillas.
Allí estaba el final, abierto, abierto aún y libre, el final por el que iba a aparecer una centella o un monstruo como el que les llevaba a ellos y ellos mismos eran.
Hundidos o alzados en sus asientos, seguían mirando espantados y sin aliento aquel hueco de aire que iban a atravesar, más allá del cual nada se sabía ni podía saberse, aunque, todos adivinaban, ahora, lo sentían ya sobre la piel quemada por el sol y el viento y en la sangre helada, sí, ahora, lo estaban sintiendo viva, dolorosamente, que lo que allí aparecía en este instante iba a ser el estallido del mundo, el sol y la tierra que finalmente han de encontrarse en sus caminos y desintegrarse en la nada. Todo aquello se veía y se oía, lo estaban escuchando y lo estaban viendo, sí, iban a verlo ya, rotos en mil pedazos por los aires en el encuentro de frente a ciento treinta o ciento cuarenta por hora.
No cerraron los ojos, porque a pesar de todo querían verlo, y para verlo lo hacían.
Así que el coche pasó el cambio de rasante por la izquierda a una velocidad tremenda, subió y pasó como un relámpago y lo único que sintieron luego los muchachos fue ese vacío en el estómago semejante al que se siente en la montaña rusa al comenzar de golpe la bajada.
Siguieron corriendo aún un buen trecho sin cruzarse con nadie y todos iban ahora callados, sin mirarse casi, mirando aún a la carretera ya perfectamente situados en su mano derecha. El coche fue parando poco a poco, se detuvo al borde de la carretera, y seguía oyéndose la música de la radio y muy cercano el canto seco y vivo de las cigarras. El chico que iba al volante había empezado a temblar, bañado en un sudor frío; le costó trabajo fijar el pie en el freno.
En el primer coche que pasó en la dirección que ellos traían, justo en el momento de detenerse en la cuneta, iba con sus padres un niño que les saludó alegremente, pero ninguno de ellos lo vio.
Mientras el conductor quedaba agarrado al volante y sollozaba, la chica y el otro loco bajaron y empezaron a abrazarse y a reír histéricamente tirándose por el suelo y arrancando pedazos de hierba seca. Y el muchacho taciturno, que también había salido del coche, dio por allí unos pasos cortos con las manos en los bolsillos y los brazos muy pegados al cuerpo, temblando.
Y pensaba. Sabía que aquello habría que hacerlo todavía una vez más, y sabía que esa vez sería la última.


El cuidado de las manos, 1974
Cuentos completos, Madrid, Alianza Editorial, 1988, págs. 345-349

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