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Sunday, November 28, 2021

"La mujer del juez" de Isabel Allende

La mujer del juez
Isabel allende

Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer, pero no imaginó que sería por Casilda, la esposa del juez Hidalgo. La conoció el día que llegó al pueblo para casarse, y esa joven transparente de dedos finos le resultaba inconsistente, él las prefería desfatachadas y morenas. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella.

Como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y que en poco tiempo las comadres tendrían que vestirla para su propio funeral. Si lograba sobrevivir al calor y al polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma, no lo haría al mal humor y las manías de solterón de su marido. El juez Hidalgo le doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabría por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su terquedad y su carácter severo, capaz de castigar con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio. Vestía de negro riguroso para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y llevaba siempre los botines abrillantados pese al polvo del pueblo. Sin embargo Casilda sobrevivió a tres partos seguidos, y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la misa de doce, descolorida y silenciosa bajo su mantilla española. Nadie le oyó algo más que un saludo tenue, ni vio más allá de una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz, pero los cambios en el Juez eran notables para todos. Un día dejó en libertad a un muchacho que robó a su patrón con el argumento de que durante 3 años éste le había pagado menos de lo justo. Las lenguas maliciosas decían que incluso el juez Hidalgo jugaba con sus hijos y se reía cuando estaba en casa.

Pero nada de esto afectaba a Vidal, porque se encontraba fuera de la ley. Nacido hacía 30 años en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana la Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre había tratado de arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Nada más nacer, la comadrona lo levantó para observarlo a la luz de un quinqué y exclamó al verlo: pobrecito, perderá la vida por una mujer. Su madre le escogió un nombre y un apellido de príncipe, sólidos, que no bastaron para conjurar los signos fatales y antes de los 10 años el niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como un fugitivo. A lo 20 era jefe de una banda de hombres desesperados. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal para callar las protestas de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él. Nadie se atrevía a enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas.

Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo le preparó una trampa usando como cebo a Juana la Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, la metió dentro de una jaula fabricada a medida y la colocó en el centro de la plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua. – Cuando se le termine el agua empezará a gritar, entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándole con los soldados, dijo el juez. El rumor de ese castigo llegó a oídos de Nicolás Vidal. Sus hombres lo vieron recibir la noticia en silencio, sin alterar el ritmo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un buen recuerdo de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos mientras alistaban armas y monturas. Pero el jefe no dio muestras de prisa. Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. A mediodía sus hombres no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer. -Nada, dijo. ¿Y tu madre? -Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo, replicó imperturbable. Al tercer día Juana la Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua porque se le había secado la lengua. Yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal. 4 guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, los repetían los perros aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener la huelga solidaria de las prostitutas. El cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante él a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que liberara a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana la Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda. Ésta vistió a sus hijos con las ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana la Triste. Los guardias cruzaron los rifles cuando quiso avanzar y la tomaron por los brazos para impedírselo. Los niños empezaron a gritar. El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había taponado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con ojos afiebrados, atravesó la calle y se aproximó a su mujer. El Juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.

-Se los dije, tiene menos cojones que yo, rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido. Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la plaza de Armas. -Al Juez le llegó su hora, dijo Vidal. Su plan consistía en entrar en el pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar todo el mundo pudiera ver sus restos humillados. Pero se enteró de que la familia Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota. La noticia de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al Juez Hidalgo a mitad de ruta, en una posada donde se habían detenido a descansar. Calculó que podría llegar al próximo pueblo y conseguir ayuda, así que ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Pero estaba escrito que ese día Nicolás Vidal se encontraría con la mujer de la cual había huido toda su vida. Extenuado por las noches de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa carrera, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo.

Doña Casilda tardó unos minutos en darse cuenta de lo ocurrido. Comprendió la necesidad de actuar de inmediato para salvar a los niños. Recorrió con la vista el sito donde se hallaban y estuvo a punto de echarse a llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada por un sol inmisericorde, no había rastros de vida humana. Pero con una segunda mirada distinguió en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr llevando a dos criaturas en los brazos y la tercera prendida de sus faldas. 3 veces escaló Casilda cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Revisó el interior de la cueva para asegurarse de que no era la guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una lágrima. -Dentro de unas horas vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún motivo, aunque me oigan gritar ¿han entendido?, les ordenó. Los pequeños se encogieron aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro. Llegó hasta el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. Rezó para que los hombres de Vidal fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella y ganar tiempo para sus hijos.

No tuvo que aguardar largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los dientes. Sólo se trataba de un jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció a Nicolás Vidal, quien había ido solo en persecución del Juez Vidal porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Entonces ella comprendió que debería hacer algo más difícil que morir lentamente, mientras que Vidal entendía que el Juez se hallaba ya a salvo de cualquier castigo. Pero allí estaba su mujer. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió. La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes para brindar a aquel hombre el mayor deleite. Trabajó su cuerpo pulsando cada fibra del placer y puso en juego el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos de los amantes. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante esa tarde no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.