POBRE VIEJO
Sandra A. Torres
La privacidad ha sido para mí como una religión. Con los vecinos me llevo de buenos días, qué tiempo o no arroje agua de arriba, nada más; ni consejeros espirituales ni Testigos de Jehová. La única visita que recibo es la de mi hermana y eso cuando se disgusta con su marido o se toma un tiempo para verme. De haber sido otra en mi lugar no sé qué habría pasado con esta historia, quizá todos los del edificio se hubieran enterado. Mentiría si no confieso el miedo que sentí crecer hasta el horror cuando lo descubrí. Pero primero debo hablar de mi cuarto. No es amplio, apenas lo ocupan una cama matrimonial, regalo de mi mamá - siempre tuvo la esperanza de que me casara -, una mesa de trabajo, un pequeño librero y un ropero que ha pasado de generación a generación, colocado frente a la cama.
Todo empezó una madrugada. Estaba sacando los pendientes de la oficina, cuando sentí irritados los ojos, los froté con fuerza y fue peor. En una luna del ropero revisé mi vista. Me llamó la atención una línea arqueada en el espejo, que me olvidé del ardor de ojos. Tallé la línea con un dedo, no se borró y desistí pensando que se trataba de una simple rayadura. El asunto no terminó ahí; al día siguiente, cuando me arreglaba para ir al trabajo y escudriñé mi imagen en el espejo, vi que otra línea arqueada se había engarzado con la ya existente formando un óvalo. Froté las líneas obteniendo el mismo resultado del día anterior. En la oficina no comenté a nadie del asunto, de por sí siento que esperan que diga algo para justificar la opinión que tienen de mí, nada respetable por cierto; dicen a mis espaldas que soy una mujer extraña, por no decir loca. Por mí que digan misa. Aproveché el descanso para salir a comprar solvente en la ferretería; esa noche borraría el óvalo a como diese lugar. Con un trapo empapado restregué inútilmente el espejo. Por primera vez, desde la muerte de mamá, sentí miedo de estar sola. Me dije calma, y fui a preparar la cena. En la sala vi las noticias y a ratos volteaba hacia el cuarto. El Himno Nacional cerró la programación; apagué la tele para irme a dormir. Ya en el cuarto no levanté la mirada sino hasta cuando estuve acostada; fue entonces que descubrí un ojo mirándome fijamente desde la luna del ropero. Lo primero que agarré fue un zapato y lo arrojé sobre el espejo, el cual se hizo añicos con todo y ojo. No pasó mucho tiempo cuando tocaron a la puerta: era mi vecina. Abrí.
-¿Se encuentra bien, vecina?- Preguntó inspeccionándome; y por encima de mi hombro, vio al interior del departamento.
Entorné la puerta y con fingida tranquilidad le dije que sólo había quebrado un espejo.
-¿Un espejo roto? Mala suerte -sentenció-, y más si ocurrió de noche-. Dejó de hablar para mirarme concienzuda; después se acercó y me dijo en tono confidencial: “pienso que no es conveniente que viva sola, Patricia. Tanto loco suelto y usted solita; no, deje eso al viejo Elpidio; él, en el último piso, está más cerca del cielo que nosotras. Hasta alucina el pobre. Fíjese que la otra vez subí a la azotea a regar mis plantas y al regresar escuché, sin querer, cómo regañaba a alguien. ¿A quién, si nadie lo visita?”
No quise escucharla más; pretexté levantarme temprano para cortar la absurda plática. Esa noche, después de recoger los vidrios, no pude dormir tranquila; enfrente, el ropero estaba tuerto.
Los siguientes días transcurrieron tranquilos -la otra luna no creó problemas- que vacilé en reponer el espejo roto. Sin embargo, en una visita, mi hermana terminó por convencerme de hacerlo, refiriendo el aspecto de abandono que presentaba el ropero. Muy pronto acudió un joven de la vidriería. En cuestión de minutos colocó el espejo y comprobé que no tuviera rayaduras. Pagué y acompañé al joven hasta la puerta. En ese momento mi vecina, lívida de coraje, bajaba las escaleras. Me dijo que alguien había hecho destrozos en sus plantas de la azotea y sospechaba de don Elpidio; ese alguien con quien el viejo alucinaba, conjeturó la vecina, tenía nombre de perro o conejo. Antes de entrar a su departamento dijo que pondría al tanto de la situación a la casera, quien prohíbe animales en el edificio. Cada loco con su tema. Fui al cuarto a concluir un trabajo. En la luna del ropero el ojo parecía esperarme. Respirando profundo, decidí que ya no rompería más espejos; dejé entonces al ojo escrutar libremente a su alrededor; quizá, como los gatos, se hartaría. Mientras tanto, me puse a trabajar sintiendo su mirada sobre la espalda. Al terminar, embotada, me senté al filo de la cama y fumé un cigarrillo. El humo lo dirigí hacia el ojo y él parpadeaba desplazándose en el espejo para esquivarlo; como no lo logró, se esfumó. Horas después volvería.
Con el tiempo he llegado a pensar que no pierdo nada con que un ojo exista en la luna de mi ropero: no come, no habla, no se enferma, sólo ve; además, me siento acompañada. Por fortuna no he tenido problemas con los vecinos, como don Elpidio. Pobre viejo, no sé qué sucedería si los del edificio supieran, como yo, que él alucina en su departamento con un unicornio, que por las noches se le escapa y hace tales destrozos en las plantas de la vecina. Sí, pobre viejo.
Sandra A. Torres Herrera
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