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Te invito a participar de la siguiente manera:
1. Escoge un cuento, poema, o ensayo de la lista de autores que aparece en la columna del lado derecho del blog. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
2. Después de leer el material elegido, crea una historia usando las ocho palabras que el grupo ¿Y... qué me cuentas? escogió en clase, o escoge otras ocho palabras de la lectura que quieras practicar. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
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Y…¿qué me cuentas?

Este video muestra el momento en el que los estudiantes de

Y…¿qué me cuentas?

crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase.

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Y…¿qué me cuentas?

Recomendación al Gobierno de México por parte del Consejo Consultivo del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (CCIME) durante su XVII reunión ordinaria.

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Monday, June 1, 2020

"El ogro" de Vicente Blasco Ibáñez


El ogro

Vicente Blasco Ibáñez

(España)

En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía, habían contribuido a formar su mala reputación… ¡Hombre más atroz y mal hablado!… ¡Y luego dicen los periódicos que la Policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacia méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle por perversa intención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no encontrando mejor inquilino.

-No hagan ustedes caso -contestaba-. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.

-No lo crean ustedes -decía, riendo, la pobre mujer-, no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa… Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.

A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacífico.

La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de si, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba cerca de él, acogíalo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.

Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.

Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum!, de la primera patada iba la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero: «¡Miau! ¡Miau!»

Bonito verano era aquel. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.

Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.

-¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de las aceras.

-¡Arre, valientes!… ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

-Pero ¿qué quieres, maldita?… ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas elegantes de moda.

Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino! … ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa; pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!… Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquella calor.

-¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varrales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.

La Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?… Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡votó a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no querría subir, aunque se lo mandase el nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

-Toma, perdida -dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera-, aquí tienes tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez…, ¡hum!, a la otra…

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.

Saturday, May 30, 2020

"El mago" Radio ambulante

Durante dos semanas el gurpo que se reune en Zoom de Estados Unidos, capitaneado por Carolyn en Austin, Texas, ley[o el artículo el mago en Radioambulante. Me mandaron sus ejercicios semanales del cuento. Aquí lo comparto con ustedes su cuento y el link a la historia en texto y audio de Radio Ambulante: https://radioambulante.org/transcripcion/el-mago-transcripcion

El mago

(de Radio ambulante)

Parte 2



Las ocho palabras:
Valiente

Quedar(se)

Dar de alta

Trabajo

Siglas              

Derrame

Rosado

Inseguro





El cartero valiente, después de contraer el virus, tenía que dejar su trabajo porque se quedó en el hospital tanto tiempo.  Había peligro del derrame cerebral.  Pero finalmente se recuperó y le dieron de alta en su bata de seda rosada con sus siglas bordadas en el bolsillo.  Todavía se sentía inseguro, pero quería regresar al trabajo.  Otro héroe de estos tiempos…

Thursday, May 28, 2020

Ejercicio de lectura y escritura de "El huésped" de Amparo Dávila

Este es el ejercicio de lectura y escritura de las clase hecha por zoom de los estudiantes en Austin, Texas del cuento El huésped de Amparo Dávila

  1. Repentina 
  2. Niño
  3. Marido
  4. Desconfianza
  5. Acostumbrar
  6. Coraje
  7. Arañar
  8. Clavo


El cuento es el siguente:

Un día el marido volvió a casa después de cumplir su trabajo y sintió que tenía bastante coraje para hablar con su mujer sobre la desconfianza de que su niño no era su hijo. El marido no está acostumbrado a mostrar su coraje de forma repentina sin embargo esta vez decidió poner el clavo en la mesa mientras arañaba su cabeza.

Wednesday, May 27, 2020

Ejercicio de lectura y escritura de "El amor que yo quería contar" de Rogelio Guedea

Para leer el cuento El amor que yo quería contar de Rogelio Guedea haga clic aqui

El 27 de mayo di tres clases via Zoom con estudiantes del Instituo Cervantes de Atenas. Leímos El amor que yo quería contar de Rogelio Guedea. Incluyo los ejercicios de ocho palabras que realicé con cada grupo.

Primer grupo:

Las ocho palabras que escogieron fueron:

  1. Al azar
  2. Salón de baile
  3. Mujer
  4. Promesas
  5. Diez
  6. Lluvia
  7. Pasillo
  8. Amorosamente

El cuento que escribieron fue el siguiente:


Cada noche a las diez, Manuel esperaba a Teresa a lado del pasillo del salón de baile. Pero esta vez a causa de la lluvia no había podido cumplir esa promesa. Entonces, Teresa eligió a una mujer al azar para contarle su sufrimiento de su decepción amorosa de Manuel.


Segundo grupo:

Las ocho palabras que escogieron fueron:
  1. Amor
  2. Historia
  3. Zapatillas
  4. Promesas
  5. Encontrar
  6. Esperar
  7. Lluvia
  8. Jardín
El cuento que escribieron fue el siguiente:

María miraba unas zapatillas y encontró a Juan. Dieron un paseo por un jardín. De repente comenzó a llover. No lo esperaban. Pero lo que menos se esperaban es que después de terminar la lluvia, María y Juan se prometieron una historia de amor.

Tercer grupo:

Las ocho palabras que escogieron fueron:
  1. Detenimiento
  2. Amor
  3. Azar
  4. Zapatillas
  5. Besos
  6. Sabor
  7. Jardín
  8. Invitar

El cuento que escribieron fue el siguiente:

Fui al jardín por mis nuevas zapatillas. De repente vi al amor de mi vida arreglando las flores. Me dio un beso con sabor a café. A ella le extrañó el sabor a café y que él la miraba con detenimiento. De pronto él le dijo: eres muy bella, como las flores. Como ella le tenía miedo a las flores corrió alejándose para siempre del amor de vida. El azar los había separado.






Saturday, May 16, 2020

Ejercicios del grupo de lectura y escritura del cuento "El fantasma" de Enrique Anderson Imbert


Estos son los ejercicios del grupo de lectura y escritura del cuento El fantasma de Enrique Anderson Imbert leido con el grupo en Austin Texas, usando zoom.

Las ocho palabras que eligieron fueron:

  1. Acechar
  2. Pesadumbre
  3. Campo santo
  4. Párpado
  5. Moflete
  6. Exangüe
  7. Patio
  8. Rostro


Los cuentos que escribieron fueron:

Cuento #1

Érase una vez una niña de nueve años llamada Raquel. Tenía un rostro muy raro con mofletes gigantescos como si hubieran sido pinchados por sus abuelas y párpados que se movían tan rápido como dos chitas huyendo de unos leones. Ella vivía a lado del camposanto a dónde acostumbraba a ir una mujer misteriosa. Era una mujer apesadumbrada de rostro exangüe que había perdido a su hija hacía unos meses. Al ver a Raquel jugando en el patio del camposanto, se escondió y la acechó.


Cuento #2
  1. Muchedumbre
  2. De repente
  3. Agujereado
  4. A eso de…
  5. Empapado
  6. Tragar
  7. Comején
  8. Piscador



El piscador fue a la finca. Observó una muchedumbre que se tragaba el sol y no sabía por qué. Había tanta gente que parecían comejenes dentro de una pared. A eso de la madrugada una sombra misteriosa y empapada se tragó a la gente. De repente la sombra sintió un dolor en el estómago. Una mujer se compadeció de la sombra y le agujereó el estómago provocando que la gente saliera. La sombra eructó.




Ejercicio de lectura y escritura de "El huesped" de Amparo Dávila



Con el grupo de Y... ¿qué me cuentas? que estamos llevando por zoom los sábados, el pasado 9 de mayo del 2020 leímos el cuento "El huesped" de Amparo Dávila. Esta vez cada una de las que participaron en la clase eligieron sus propias ocho palabras y escribieron una pequeña historia con ellas. Leamos sus creaciones literarias:
Carolyn escribió:

Mis 8 palabras
Siniestro
Arrojaba
Acechaba
Cenador
Enredaderas.
Indispensable
Agotado
Odio

Mi cuento

Pasaron los años y nunca volvimos a hablar de “él”, ni yo ni mi esposo, Julio. Sin embargo, había notado algunos cambios sutiles en el compartimiento de mi marido. Empezó, poco a poco, a regresar del trabajo más temprano. Llegué a ser más relajado y menos agotado. No pensaba mucho en eso, pero en retrospectiva, los cambios empezaron con la muerte del huésped siniestro.

Luego vino la cuarentena. El negocio de mi esposo había cerrado temporalmente y tuvimos que quedarnos en casa. ¿Qué íbamos a hacer? En el pasado, sólo hablábamos del indispensable, pero empezamos a hablar de lo importante – nuestros pensamientos, nuestros deseos.

Una tarde, sentados en el cenador y rodeados de enredaderas, mi esposo me contó una historia muy extraña. Había nacido un mellizo. Su hermano siempre era muy diferente de él. Julio siempre sacó buenas notas en la escuela, el hermano no. Julio tenía muchos amigos, pero su hermano tenía pocos. El comportamiento de Julio era perfecto (según él), mientras su hermano se comportaba mal. El hermano hacía berrinches y arrojaba muebles cuando las cosas no le salían bien.

Todas estas diferencias hicieron que Julio fuera el favorito de sus padres. Resultó que el hermano odió a Julio. Julio, por otro lado, quiso a su hermano por ser mellizo.

Julio me dijo que no había visto a su hermano durante 10 años. Un día el hermano había tocado a la puerta de su oficina. Dijo que la policía lo estaba buscando. Había visto a una joven muy linda de 16 años en la cancha de tenis. Estaba tan absorto en su belleza que empezó a acecharla. La joven se enteró de ello y tenía miedo de él. Una noche el hermano la atrapó y la violó. Cuando su familia se dio cuento de lo que había pasado, llamó a la policía. De ser muy rica y poderosa, la familia tenía mucha influencia y el hermano sabía que si la policía lo encontrara iba a meterlo en la cárcel, o peor. Por eso le pidió a su hermano que se refugiara.

Julio le había ofrecido un cuarto en la casona pero nunca me había explicado la relación.

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Yoko

Las ocho palabras

*loco
*amar
*dolor
*perder
*él
*valiente
*extraño
*volver

Cuento:
El huésped fue (era?) su marido. Él era loco como un psicópata y amaba la protagonista demasiado. El dolor de ella fue equivalente en su placer. Siempre tenia miedo de perderla.

Un día convirtió en el existencia de “él” que funciona como una fantasma. Primero ella se quedó fuera de control por miedo pero no creyó que iba a ser tan valiente por fin. Al finalizar, algo extraño pasó dentro de su cuerpo. Estuve vivo y volvió a ella sin alma. ¿Puede ser es la noticia de su muerte inexplicable?


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Cuento de Juanita:
Acabo de terminar nuestra tarea del sábado pasado. Escribí un cuento de las memorias de mi vida


Mis ocho palabras:

Pavor
Paz
Huésped
Arreglar
Confiar
Esquina
Desdichada
Mandado

Y el cuento:

Cuando yo era niña vivíamos en un pueblo pequeño en Nebraska.  Cada verano llegaba una huésped, mi abuela Ada, para visitarnos.   Ella se quedaba solamente dos semanas, pero mi mamá pasaba por lo menos un mes antes arreglando cada esquina de la casa y el jardín, haciendo mandados, y preparando todo para asegurar que la visita estuviera perfecta.  Mi hermana y yo nos llenábamos de pavor porque nuestra abuela casi nunca sonrió.  Creíamos que ella no confiaba en nosotras.   Como aprendimos años después, la verdad era que ella siempre parecía desdichada porque había pasado una vida difícil.  Ella sobrevivió tres esposos, pasó bastante pobreza durante la gran depresión de los años 30, y sufrió la pérdida de unos de sus siete hijos.

De todos modos, sentíamos aliviadas cuando abuela Ada regresó a su casa y nos dejó en paz.  Y cuando por fin ella se falleció a la edad de 103 años, celebramos su vida y las buenas memorias con un una gran reunión de la familia.


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Cuento de Pat:

Las ocho palabras:
  1. desdichada
  2. pavor
  3. acechando
  4. entornada
  5. arrojadas
  6. madreselvas
  7. atemorizaría
  8. espantosos


El cuento:
Ella vivía una existencia desdichada con un pavor del huésped que estaba acechándola. Siempre dejaba la puerta de su cámara entornada. Por eso, oía gritos y cosas arrojadas dentro de la habitación del huésped. Solo estaba en paz en su jardín cuando podía oler las madreselvas. Todas las noches el huésped la atemorizaría con sonidos espantosos. En realidad, no había ningún huésped. Ella tuvo una pesadilla.


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Cuento de Debbie:

Las ocho palabras:

Pavor
Amarillentos
Alimentación
Regar
Lúgubre
Acechar
corredores
enredadera

Déjame presentarme. Sé que no quieres nombrarme, pero me llamo Pavor. Vivo en el rincón más oscuro de tu mente. Eres la dueña de mi vida y tienes todo dominio sobre mis días. Tú decides que forma tomo. A veces un animal de ojos amarillentos. A veces tu marido enfurecido. Salgo de mi rincón solamente cuando me das alimento con tu ansiedad o cuando me riegas con tu temor. Crezco en tus momentos más lúgubres. Te acecho por los corredores cuando las sombras de las enredaderas te asustan. Me agacho debajo de tu cama durante tus pesadillas. Pero casi me muero cuando estás en el jardín bajo el cálido sol, cuando la luz acaricia la cara.

Me haces más pequeño cuando eres valiente y huyo a mi rincón negro cuando no me haces caso.
Sin embargo, nunca moriré. Te espero siempre.


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Sunday, May 10, 2020

Ejercicio de lectura y escritura de "Cajas de cartón" de Francisco Jiménez

Para leer el cuento relacionado con este ejercicio haga clic aquí

El ejercicio de ocho palabras del grupo de Zoom en el que estuvieron reunidos personas de diversas partes de Estados Unidos es el siguiente:

Palabras:
  1. Muchedumbre
  2. De repente
  3. Agujereado
  4. A eso de…
  5. Empapado
  6. Tragar
  7. Comején
  8. Piscador

El cuento que escribió el grupo:

El piscador fue a la finca. Observó una muchedumbre que se tragaba el sol y no sabía por qué. Había tanta gente que parecían comejenes dentro de una pared. A eso de la madrugada una sombra misteriosa y empapada se tragó a la gente. De repente la sombra sintió un dolor en el estómago. Una mujer se compadeció de la sombra y le agujereó el estómago provocando que la gente saliera. La sombra eructó.

Saturday, May 9, 2020

"Cajas de Cartón" de Francisco Jiménez


Cajas de Cartón 
Francisco Jiménez (México- USA)
Para leer el ejercicio relacionado a esta lectura haga clic aquí


Era a fines de agosto. Ito, el aparcero, ya no sonreía. Era natural. La cosecha de fresas terminaba, y los trabajadores, casi todos braceros, no recogían tantas cajas de fresas como en los meses de junio y julio. Cada día el número de braceros disminuía. El domingo sólo uno - el mejor pizcador - vino a trabajar. A mí me caía bien. A veces hablábamos durante nuestra media hora de almuerzo. Así fue como supe que era de Jalisco, de mi tierra natal. Ese domingo fue la última vez que lo vi.

Cuando el sol se escondía detrás de las montañas, Ito nos señaló que era hora de ir a casa. «Ya hes horra», gritó en su español mocho. Ésas eran las palabras que yo ansiosamente esperaba doce horas al día, todos los días, siete días a la semana, semana tras semana, y el pensar que no las volvería a oír me entristeció.

Por el camino rumbo a casa, Papá no dijo una palabra. Con las dos manos en el volante miraba fijamente el camino. Roberto, mi hermano mayor, también estaba callado. Echó para atrás la cabeza y cerró los ojos. El polvo que entraba de fuera lo hacía toser repetidamente.

Era a fines de agosto. Al abrir la puerta de nuestra chocita me detuve. Vi que todo lo que nos pertenecía estaba empacado en cajas de cartón. De repente sentí aún más el peso de las horas, los días, las semanas, los meses de trabajo. Me senté sobre una caja, y se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar que teníamos que mudarnos a Fresno.

Esa noche no pude dormir, y un poco antes de las cinco de la madrugada Papá, que a la cuenta tampoco había pegado los ojos toda la noche, nos levantó. A los pocos minutos los gritos alegres de mis hermanitos, para quienes la mudanza era una aventura, rompieron el silencio del amanecer. Los ladridos de los perros

pronto los acompañaron.

Mientras empacábamos los trastes del desayuno, Papá salió para encender la «Carcachita». Ése era el nombre que Papá le puso a su viejo Plymouth, negro. Lo compró en una agencia de carros usados en Santa Rosa. Papá estaba muy orgulloso de su carro. «Mi Carcachita» lo llamaba cariñosamente. Tenía derecho a sentirse así. Antes de comprarlo, pasó mucho tiempo mirando a otros carros. Cuando al fin escogió la «Carcachita», la examinó palmo a palmo. Escuchó el motor, inclinando la cabeza de lado a lado como un perico, tratando de detectar cualquier ruido que pudiera indicar problemas mecánicos. Después de satisfacerse con la apariencia y los sonidos del carro, Papá insistió en saber quién había sido el dueño. Nunca lo supo, pero compró el carro de todas maneras. Papá pensó que el dueño debió haber sido alguien importante porque en el asiento de atrás encontró una corbata azul.

Papá estacionó el carro enfrente a la choza y dejó andando el motor. «Listo», gritó. Sin decir la palabra, Roberto y yo comenzamos a acarrear las cajas de cartón al carro. Roberto cargó las dos más grandes y yo las más chicas. Papá luego cargó el colchón ancho sobre la capota del carro y lo amarró a los parachoques con sogas para que no se volara con el viento en el camino.

Todo estaba empacado menos la olla de Mamá. Era una olla vieja y galvanizada que había comprado en una tienda de segunda en Santa María. La olla estaba llena de abolladuras y mellas, y mientras más abollada estaba, más le gustaba a Mamá. «Mi olla» la llamaba orgullosamente.

Sujeté abierta la puerta de la chocita mientras Mamá sacó cuidadosamente su olla, agarrándola por las dos asas para no derramar los frijoles cocidos. Cuando llegó al carro, Papá tendió las manos para ayudarle con ella. Roberto abrió la puerta posterior del carro y Papá puso la olla con mucho cuidado en el piso detrás del asiento. Todos subimos a la «Carcachita». Papá suspiró, se limpió el sudor de la frente con las mangas de la camisa, y dijo con cansancio: «es todo».

Mientras nos alejábamos, se me hizo un nudo en la garganta. Me volví y miré a nuestra chocita por última vez.



Cuando llegamos allí, Mamá se dirigió a la casa. Cruzó la cerca, pasando entre filas de rosales hasta llegar a la puerta. Tocó el timbre. Luces del portal se encendieron y un hombre alto y fornido salió. Hablaron brevemente. Cuando él entró en la casa, Mamá se apresuró hacia el carro. «¡Tenemos trabajo! El señor nos permitió quedarnos allí toda la temporada», dijo un poco sofocada de gusto y apuntando hacia un garaje viejo que estaba cerca de los establos.

El garaje estaba gastado por los años. Roídas por comejenes, las paredes apenas sostenían el techo agujereado. No tenía ventanas y el piso de tierra suelta ensabanaba todo en polvo.

Esa noche, a la luz de una lámpara de petróleo, desempacamos las cosas y empezamos a preparar la habitación para vivir. Roberto, enérgicamente se puso a barrer el suelo; Papá llenó los agujeros de las paredes con periódicos viejos y hojas de lata. Mamá les dio a comer a mis hermanitos. Papá y Roberto entonces trajeron el colchón y lo pusieron en una de las esquinas del garaje. «Viejita», dijo Papá, dirigiéndose a Mamá, «tú y los niños duerman en el colchón, Roberto, Panchito, y yo dormiremos bajo los árboles».

Muy tempranito por la mañana al día siguiente, el señor Sullivan nos enseñó donde estaba su cosecha y, después del desayuno, Papá, Roberto y yo nos fuimos a la viña a pizcar.

A eso de las nueve, la temperatura había subido hasta cerca de cien grados. Yo estaba empapado de sudor y mi boca estaba tan seca que parecía como si hubiera estado masticando un pañuelo. Fui al final del surco, cogí la jarra de agua que habíamos llevado y comencé a beber. «No tomes mucho; te vas a enfermar», me gritó Roberto. No había acabado de advertirme cuando sentí un gran dolor de estómago. Me caí de rodillas y la jarra se me deslizó de las manos.

Solamente podía oír el zumbido de los insectos. Poco a poco me empecé a recuperar. Me eché agua en la cara y en el cuello y miré el lodo negro correr por los brazos y caer a la tierra que parecía hervir.

Todavía me sentía mareado a la hora del almuerzo. Eran las dos de la tarde y nos sentamos bajo un árbol grande de nueces que estaba al
lado del camino. Papá apuntó el número de cajas que habíamos pizcado. Roberto trazaba diseños en la tierra con un palito. De pronto vi a palidecer a Papá que miraba hacia el camino. «Allá viene el camión de la escuela», susurró alarmado. Instintivamente, Roberto y yo corrimos a escondernos entre las viñas. El camión amarillo se paró frente a la casa del señor Sullivan. Dos niños muy limpiecitos y bien vestidos se apearon. Llevaban libros bajo sus brazos. Cruzaron la calle y el camión se alejó. Roberto y yo salimos de nuestro escondite y regresamos adonde estaba Papá. «Tienen que tener cuidado», nos advirtió.

Después del almuerzo volvimos a trabajar. El calor oliente y pesado, el zumbido de los insectos, el sudor y el polvo hicieron que la tarde pareciera una eternidad. Al fin las montañas que rodeaban el valle se tragaron el sol. Una hora después estaba demasiado oscuro para seguir trabajando. Las parras tapaban las uvas y era muy difícil ver los racimos. «Vámonos», dijo Papá señalándonos que era hora de irnos. Entonces tomó un lápiz y comenzó a calcular cuánto habíamos ganado ese primer día. Apuntó números, borró algunos, escribió más. Alzó la cabeza sin decir nada. Sus tristes ojos sumidos estaban humedecidos.

Cuando regresamos del trabajo, nos bañamos afuera con el agua fría bajo una manguera. Luego nos sentamos a la mesa hecha de cajones de madera y comimos con hambre la sopa de fideos, las papas y tortillas de harina blanca recién hechas. Después de cenar nos acostamos a dormir, listos para empezar a trabajar a la salida del sol.

Al día siguiente, cuando me desperté, me sentía magullado, me dolía todo el cuerpo. Apenas podía mover los brazos y las piernas. Todas las mañanas cuando me levantaba me pasaba lo mismo hasta que mis músculos se acostumbraron a ese trabajo.

Era lunes, la primera semana de noviembre. La temporada de uvas había terminado y yo podía ir a la escuela. Me desperté temprano esa mañana y me quedé acostado mirando las estrellas y saboreando el pensamiento de no ir a trabajar y de empezar el sexto grado por primera vez ese año. Como no podía dormir, decidí levantarme y desayunar con Papá y Roberto. Me senté cabizbajo frente a mi hermano. No quería mirarlo porque sabía que estaba triste. Él no asistiría a la escuela hoy, ni mañana, ni la próxima semana. No iría
hasta que se acabara la temporada de algodón, y eso sería en febrero. Me froté las manos y miré la piel seca y manchada de ácido enrollarse y caer al suelo.

Cuando Papá y Roberto se fueron a trabajar, sentí un gran alivio. Fui a la cima de una pendiente cerca de la choza y contemplé la «Carcachita» en su camino hasta que desapareció en una nube de polvo.

Dos horas más tarde, a eso de las ocho, esperaba el camión de la escuela. Por fin llegó. Subí y me senté en un asiento desocupado. Todos los niños se entretenían hablando o gritando.

Estaba nerviosísimo cuando el camión se paró delante de la escuela. Miré por la ventana y vi una muchedumbre de niños. Algunos llevaban libros, otros juguetes. Me bajé del camión, metí las manos en los bolsillos, y fui a la oficina del director. Cuando entré oí la voz de una mujer diciéndome: «May I help you?» Me sobresalté. Nadie me había hablado en inglés desde hacía meses. Por varios segundos me quedé sin poder contestar. Al fin, después de mucho esfuerzo, conseguí decirle en inglés que me quería matricular en el sexto grado. La señora entonces me hizo una serie de preguntas que me parecieron impertinentes. Luego me llevó a la sala de clase.

El señor Lema, el maestro de sexto grado, me saludó cordialmente, me asignó un pupitre, y me presentó a la clase. Estaba tan nervioso y asustado en ese momento cuando todos me miraban que deseé estar con Papá y Roberto pizcando algodón. Después de pasar lista, el señor Lema le dio a la clase la asignatura de la primera hora. «Lo primero que haremos esta mañana es terminar de leer el cuento que comenzamos ayer», dijo con entusiasmo. Se acercó a mí, me dio su libro y me pidió que leyera. «Estamos en la página 125», me dijo. Cuando lo oí, sentí que toda la sangre me subía a la cabeza, me sentí mareado. «¿Quisieras leer?», me preguntó en un tono indeciso. Abrí el libro a la página 125. Sentí a la boca seca. Los ojos se me comenzaron a aguar. El señor Lema entonces le pidió a otro niño que leyera.

Durante el resto de la hora me empecé a enojar más y más conmigo mismo. Debí haber leído, pensaba yo.

Durante el recreo me llevé el libro al baño y lo abrí a la página 125. Empecé a leer en voz baja, pretendiendo que estaba en clase. Había muchas palabras que no sabía. Cerré el libro y volví a la sala de clase.

El señor Lema estaba sentado en su escritorio. Cuando entré me miró sonriendo. Me sentí mucho mejor. Me acerqué a él y le pregunté si me podía ayudar con las palabras desconocidas. «Con mucho gusto», me contestó.

El resto del mes pasé mis horas de almuerzo estudiando ese inglés con la ayuda del buen señor Lema.

Un viernes durante la hora del almuerzo, el señor Lema me invitó a que lo acompañara a la sala de música. «¿Te gusta la música?», me preguntó. «Sí, muchísimo», le contesté entusiasmado, «me gustan los corridos mexicanos». Él entonces cogió una trompeta, la tocó y me la pasó. El sonido me hizo estremecer. Era un sonido de corridos que me encantaba. «¿Te gustaría aprender a tocar este instrumento?», me preguntó. Debió haber comprendido la expresión en mi cara porque antes que yo respondiera, añadió: «Te voy a enseñar a tocar esta trompeta durante las horas del almuerzo».

Ese día casi no podía esperar el momento de llegar a casa y contarles las nuevas a mi familia. Al bajar del camión me encontré con mis hermanitos que gritaban y brincaban de alegría. Pensé que era porque yo había llegado, pero al abrir la puerta de la chocita, vi que todo estaba empacado en cajas de cartón...

Friday, May 1, 2020

Ejercicio de lectura y escritura de "Un día de estos" de Gabriel García Márquez


¡Hola desde Grecia!

Ayer 30 de abril del 2020 tuve mi primera clase por zoom para conectar con estudiantes que viven en  diversos paises. Tuve asistentes desde Alemania, India, Grecia y España. Leímos el cuento Un día de estos de Gabriel García Máquez y el ejercicio de ocho palabras que escribieron grupalmente es el siguiente:


Las ocho palabras que eligieron son:


  1. Marchito
  2. Apresurarse
  3. Enjuto
  4. Absceso
  5. Lágrimas
  6. Pañuelo
  7. Rencor
  8. Mejilla
El cuento que construyeron estas ocho palabras es:



Eduardo Costillas Ramón es un niño enjuto, rencoroso y muy travieso que usa los pantalones marchitos. Hoy es un día especial para Eduardo porque piensa que ganará un concurso. Sin embargo, hoy tuvo un absceso que lo hizo sentir muy mal y muy adolorido.  Su madre le había dado un pañuelo mágico pero el niño se había olvidado de ponerlo en su bolsillo. Empezó a llorar y a llorar desesperadamente y las lágrimas que cayeron sobre sus mejillas cayeron sobre unas tortugas que venían apresuradas a traerle el pañuelo que le regaló su mamá.

Sunday, April 26, 2020

Ejercicio de lectura y escritura de "Final absurdo" de Laura Freixas

Hola!
El ejercicio de ocho palabras que se realizó en Austin, Texas el 25 de agosto del 2020 del cuento Final absurdo por Laura Freixas es el siguiente:

  1. Ahínco
  2. Inquieta
  3. Náufrago
  4. Cursi
  5. Malgastar
  6. Maraña
  7. Manosear
  8. Ronca

La historia creada grupalmente es la siguiente:

El náufrago se cayó del barco. Se sintió muy inquieto. Nadaba con mucho ahínco en el mar de marañas de hierba marina. – He malgastado la vida, –gritó en voz ronca. Manoseaba una tabla quebrada que, aunque cursi, salvó su vida. Decidió mejorar su manera de vivir.

Wednesday, April 22, 2020

"El huésped" de Amparo Dávila


El huésped
Amparo Dávila
Para leer el ejercicio de escritura de este cuento haga clic 


Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él..
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

Wednesday, April 1, 2020

"Carpincheros" de Augusto Roa Bastos

 Carpincheros

 Augusto Roa Bastos
(Paraguay)

La primera noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.

Por el río bajaban flotando llameantes islotes. Los tres habitantes de la casa blanca corrieron hacia el talud para contemplar el extraordinario espectáculo.

Las fogatas brotaban del agua misma. A través de ella aparecieron "los carpincheros. "

Parecían seres de cobre o de barro cocido, parecían figuras de humo que pasaban ingrávidas a flor de agua. Las chatas y negras embarcaciones hechas con la mitad de un tronco excavado apenas se veían. Era una flotilla entera de cachiveos. Se deslizaron silenciosamente por entre el crepitar de las llamas, arrugando la chispeante membrana del río.

Cada cachiveo tenía los mismos tripulantes: dos hombres bogando con largas tacuaras, una mujer sentada en el plan, con la pequeña olla delante. A proa y a popa, los perros expectantes e inmóviles, tan inmóviles como la mujer que echaba humo del cigarro sin sacarlo en ningún momento de la boca. Todas parecían viejas, de tan arrugadas y flacas. A través de sus guiñapos colgaban sus fláccidas mamas o emergían sus agudas paletillas.

Solo los hombres se erguían duros y fuertes. Eran los únicos que se movían. Producían la sensación de andar sobre el agua entre los islotes de fuego. En ciertos momentos, la ilusión era perfecta. Sus cuerpos elásticos, sin más vestimenta que la baticola de trapo arrollada en torno de sus riñones sobre la que se hamacaba el machete desnudo, iban y venían alternadamente sobre los bordes del cachiveo para impulsarlo con los botadores. Mientras el de babor, cargándose con todo el peso de su cuerpo sobre el botador hundido en el agua, retrocedía hacia popa, el de estribor con su tacuara recogida avanzaba hacia proa para repetir la misma operación que su compañero de boga. El vaivén de los tripulantes seguía así a lo largo de toda la fila sin que ninguna embarcación sufriera la más leve oscilación, el más ligero desvío. Era un pequeño prodigio de equilibrio.

Iban silenciosos. Parecían mudos, como si la voz formara apenas parte de su vida errabunda y montaraz. En algún momento levantaron sus caras, tal vez extrañados también de los tres seres de harina que desde lo alto de la barranca verberante los miraban pasar. Alguno que otro perro ladró. Alguna que otra palabra gutural e incomprensible anduvo de uno a otro cachiveo, como un pedazo de lengua atada a un sonido secreto.

El agua ardía. El banco de arena era un inmenso carbunclo encendido al rojo vivo. Las sombras de los carpincheros resbalaron velozmente sobre él. Pronto los últimos carpincheros se esfumaron en el recodo del río. Habían aparecido y desaparecido como en una alucinación.

Margaret quedó fascinada. Su vocecita estaba ronca cuando preguntó:

-¿Son indios esos hombres, papá?

-No, Gretchen, son los vagabundos del río, los gitanos del agua -respondió el mecánico alemán.

-¿Y qué hacen?

-Cazan carpinchos.

-¿Para qué?

-Para alimentarse de su carne y vender el cuero.

-¿De dónde vienen?

-¡Oh, Püppchen, nunca se sabe!

-¿Hacia dónde van?

-No tienen rumbo fijo. Siguen el curso de los ríos. Nacen, viven y mueren en sus cachiveos.

-Y cuando mueren, Vati, ¿dónde les dan sepultura?

-En el agua, como a los marineros en alta mar -la voz de Eugen tembló un poco.

-¿En el río, Vati?

-Son las fogatas de San Juan -explicó pacientemente el inmigrante a su hija.

-¿Las hogueras de San Juan?

-Los habitantes de San Juan de Borja las encienden esta noche sobre el agua en homenaje a su patrono.

-¿Cómo sobre el agua? -siguió exigiendo Margaret.

-No sobre el agua misma, Gretchen. Sobre los camalotes. Son como balsas flotantes. Las acumulan en gran cantidad, las cargan con brazas de paja y ramazones secas, les pegan fuego y las hacen zarpar. Alguna vez iremos a San Juan de Borja a verlo hacer.

Durante un buen trecho, el río brillaba como una serpiente de fuego caída de la noche mitológica.

Así se estaba representando probablemente Margaret el río lleno de hogueras.

-¿Y los carpincheros arrastran esos fuegos con sus canoas?

-No, Gretchen; bajan solos en la correntada. Los carpincheros sólo traen sus canoas a que los fuegos del Santo chamusquen su madera para darles suerte y tener una buena cacería durante todo el año. Es una vieja costumbre.

-¿Cómo lo sabes, Vati? -la curiosidad de la niña era inagotable. Sus ocho años de vida estaban conmovidos hasta la raíz.

-¡Oh, Gretchen! -la reprendió Ilse suavemente-. ¿Porqué preguntas tanto?

-¿Cómo lo sabes, Vati? -insistió Margaret sin hacer caso.

-Los peones de la fábrica me informaron. Ellos conocen y quieren mucho a los carpincheros.

-¿Por qué?

-Porque los peones son como esclavos en la fábrica. Y los carpincheros son libres en el río. Los carpincheros son como las sombras vagabundas de los esclavos cautivos en el ingenio, en los cañaverales, en las máquinas -Eugen se había ido exaltando poco a poco-. Hombres prisioneros de otros hombres. Los carpincheros son los únicos que andan en libertad. Por eso los peones los quieren y los envidian un poco.

-Ja -dijo solamente la niña, pensativa.

Desde entonces, la fantasía de Margaret quedó totalmente ocupada por los carpincheros. Habían nacido del fuego delante de sus ojos. Las hogueras del agua los habían traído. Y se habían perdido en medio de la noche como fantasmas de cobre, como ingrávidos personajes de humo.

La explicación de su padre no la satisfizo del todo, salvo tal vez en un solo punto: en que los hombres del río eran seres envidiables. Para ella eran, además, seres hermosos, adorables.

Torturó su imaginación e inventó una teoría. Les dio un nombre más acorde con su misterioso origen. Los llamó HOMBRES DE LA LUNA. Estaba firmemente convencida de que ellos procedían del pálido planeta de la noche por su color, por su silencio, por su extraño destino.

"Los ríos bajan de la luna -se decía-. Si los ríos son su camino -concluía fantástica-, es seguro que ellos son los Hombres de la Luna".

Por un tiempo lo supo ella solamente, Ilse y Eugen quedaron al margen de su secreto.

No hacía mucho que habían arribado al ingenio azucarero de Tebicuary del Guairá. Llegaron directamente desde Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial.

A ellos, que venían de las ruinas, del hambre, del horror, Tebicuary Costa se les antojó al comienzo un lugar propicio. El río verde, los palmares de humo bañados por el viento norte, esa fábrica rústica, casi primitiva, los ranchos, los cañaverales amarillos, parecían suspendidos irrealmente en la verberación del sol como en una inmensa telaraña de fiebre polvorienta. Sólo más tarde iban a descubrir todo el horror que encerraba también esa telaraña donde la gente, el tiempo, los elementos, estaban presos en su nervadura seca y rojiza alimentada con la clorofila de la sangre. Pero los Plexnies arribaron al ingenio en un momento de calma relativa. Ellos no querían más que olvidar. Olvidar y recomenzar.

-Este sitio es bueno -dijo Eugen apretando los puòos y tragando el aire a bocanadas llenas, el día que llegaron. Más que convicción, había esperanza en su voz, en su gesto.

-Tiene que ser bueno -corroboró simplemente Ilse. Su marchita belleza de campesina bávara estaba manchada de tierra en el rostro, ajada de tenaces recuerdos.

Margaret parecía menos una niña viva que una muñeca de porcelana, menudita, silenciosa, con sus ojos de añil lavado y sus cabellos de lacia plata brillante. Traía su vestidito de franela tan sucio como sus zapatos remendados. Llegó aupada en los recios y tatuados brazos de Eugen, de cuya cara huesuda goteaba el sudor sobre las rodillas de su hija.

En los primeros días habitaron un galpón de hierros viejos en los fondos de la fábrica. Comían y dormían entre la ortiga y la herrumbre. Pero el inmigrante alemán era también un excelente mecánico tornero, de modo que enseguida lo pusieron al frente del taller de reparaciones. La administración les asignó entonces la casa blanca con techo de cinc que estaba situada en ese solitario recodo del río.

En la casa blanca había muerto asesinado el primer testaferro de Simón Bonaví, dueño del ingenio. Uno de los peones previno al mecánico alemán:

-No te de'cuida-ke, don Oiguen. En la'sánima en pena de Eulogio Penayo, el mulato asesinado, ko alguna noche anda por el Oga-morotï. Nojotro' solemo' oír su lamentación.

Eugen Plexnies no era supersticioso. Tomó la advertencia con un poco de sorna y la transmitió a Ilse, que tampoco lo era. Pero entre los dos se cuidaron muy bien de que Margaret sospechara siquiera el siniestro episodio acaecido allí hacía algunos años.

Como si lo intuyera, sin embargo, Margaret al principio, más aún que en el galpón de hierros viejos, se mostraba temerosa y triste. Sobre todo por las tardes, al caer la noche. Los chillidos de los monos en la ribera boscosa la hacían temblar. Corría a refugiarse en los brazos de su madre.

-Están del otro lado, Gretchen -la consolaba Ilse-. No pueden cruzar el río. Son monitos chicos, de felpa, parecidos a juguetes. No hacen daño.

-¿Y cuándo tendré uno? -pedía entonces Margaret, más animada. Pero siempre tenía miedo y estaba triste. Entonces fue cuando vio a los carpincheros entre las fogatas, la noche de San Juan. Un cambio extraordinario se operó en ella de improviso. Pedía que la llevaran a la alta barranca de piedra caliza que caía abruptamente sobre el agua. Desde allí se divisaba el banco de arena de la orilla opuesta, que cambiaba de color con la caída de la luz. Era un hermoso espectáculo. Pero Margaret se fijaba en las curvas del río. Se veía que aguardaba con ansiedad apenas disimulada el paso de los carpincheros.

El río se deslizaba suavemente con sus islas de camalotes y sus raigones negros aureolados de espuma. El canto del guaimingüé sonaba en la espesura como una ignota campana sumergida en la selva. Margaret ya no estaba triste ni temerosa. Acabó celebrando con risas y palmoteos el salto plateado de los peces o las vertiginosas caídas del martín-pescador que se zambullía en busca de su presa. Parecía completamente adaptada al medio, y su secreta impaciencia era tan intensa que se parecía a la felicidad.

Cuando esto sucedió, Eugen dijo con una profunda inflexión en la voz:

-¿Ves, Ilse? Yo sabía que este lugar es bueno:

-Sí, Eugen; es bueno porque permite reír a nuestra hijita.

En la alta barranca abrazaron y besaron a Margaret, mientras la noche, como un gran pétalo negro cargado de aromas, de silencio, de luciérnagas, lo devoraba todo menos el espejo tembloroso del agua y el fuego blanco y dormido del arenal.

-¡Miren, ahora se parece a un grosser queso flotando en el agua! -comentó Margaret riéndose. llse pensó en los grandes quesos de leche de yegua de su aldea. Eugen, en cierto banco de hielo en que su barco había encallado una noche cerca del Shager-Rak, durante la guerra, persiguiendo a un submarino inglés.

Por la mañana venían las lavanderas. Sus voces y sus golpes subían del fondo de la barranca. Margaret salía con su madre a verlas trabajar. La lejía manchaba el agua verde con un largo cordón de ceniza que bajaba en la correntada a lo largo de la orilla en herradura. Enfrente, el banco de arena reverberaba bajo el sol.

Se veía cruzar sobre él la sombra de los pájaros. Una mañana vieron tendido en la playa un yacaré de escamosa cola y lomo dentado.

-¡Un dragón, mamá...! -gritó Margaret, pero ya no sentía miedo. -No, Gretchen. Es un cocodrilo.

-¡Qué lindo! Parece hecho de piedra y de alga.

Otra vez, un venadito llegó saltando por entre el pajonal hasta muy cerca de la casa. Cuando Margaret corrió hacia él llamándolo, huyó trémulo y flexible, dejando en los ojos celestes de la alemanita un regusto de ternura salvaje, como si hubiera visto saltar por el campo un corazón de hierba dorada, el fugitivo corazón de la selva. Otra vez fue un guaca-mayo de irisado cuerpo granate, pecho índigo y verde, alas azules, larga cola roja y azul y ganchudo pico de cuerno; un arco iris de pluma y ronco graznido posado en la rama de timbó. Otra vez, una víbora de coral que Eugen mató con el machete entre los yuyos del potrero. Así Margaret fue descubriendo la vida y el peligro en el mundo de hojas, tierno, áspero, insondable, que la rodeaba por todas partes. Empezó a amar su ruido, su color, su misterio, porque en él percibía además la invisible presencia de los carpincheros.

En las noches de verano, después de cenar, los tres moradores del caserón blanco salían a sentarse en la barranca. Se quedaban allí tomando el fresco hasta que los mosquitos y jejenes se volvían insoportables. Ilse cantaba a media voz canciones de su aldea natal, que el chapoteo de la correntada entre las piedras desdibujaba tenuemente o mechaba de hiatos trémulos, como si la voz sonara en canutillos de agua. Eugen, fatigado por el trabajo del taller, se tendía sobre el pasto con las manos debajo de la nuca. Miraba hacia arriba recordando su antiguo y perdido oficio de marino, dejando que la inmensa espiral del cielo verdinegro, cuajado de enruladas virutas brillantes como su torno, se le estancara al fondo de los ojos. Pero no podía anular la preocupación que lo trabajaba sin descanso.

La suerte de los hombres en el ingenio, en cuyos pechos oprimidos se estaba incubando la rebelión. Eugen pensaba en los esclavos del ingenio. La cabecita platinada de Margaret soñaba, en cambio, con los hombres libres del río, con sus fabulosos Hombres de la Luna.

Esperaba cada noche verlos bajar por el río.

Los carpincheros aparecieron dos o tres veces más en el curso de ese año. A la luz de la luna, más que el fulgor de las hogueras, cobraban su verdadera substancia mitológica en el corazón de Margaret. Una noche desembarcaron en la arena, encendieron pequeñas fogatas para asar su ración de pescado y después de comer se entregaron a una extraña y rítmica danza, al son de un instrumento parecido a un arco pequeño. Una de sus puntas penetraba en un porongo partido por la mitad y forrado en tirante cuero de carpincho. El tocador se pasaba la cuerda del arco por los dientes y le arrancaba un zumbido sordo y profundo como si a cada boqueada vomitara en la percusión el trueno acumulado en su estómago. Tum-tu-tum... Tam-ta-tam... Ta-tam... Tu-tum... Ta-tam... Tain-ta-tam... Arcadas de ritmo caliente en la cuerda del gualambau, en el tambor de porongo, en la dentadura del tocador. Sonaban sus costillas, su piel de cobre, su estómago de viento, el porongo parchado de cuero y temblor, con su tuétano de música profunda parecida a la noche del río, que hacía hamacar los pies chatos, los cuerpos de sombra en el humo blanco del arenal.

Tum-tu-tum... Tam-ta-tam... Tu-tum... Ta-tam... Tu-tummmm. ……………………
La respiración de Margaret se acompasaba con el zumbido del gualambau. Se sentía atada misteriosamente a ese latido cadencioso encajonado en las barrancas.

Cesó la música. El hilván negro de los cachiveos se puso en movimiento con sus botadores de largas tacuaras que parecían andar sobre el agua, que se fueron alejando sobre carriles de espuma cada vez más queda, hasta desvanecerse en la tiniebla azul y rayada de luciérnagas.

Los esperaba siempre. Cada vez con impaciencia más desordenada. Siempre sabía cuándo iban a aparecer y se llenaba de una extraña agitación, antes de que el primer cachiveo bordeara el recodo a lo lejos, en el hondo cauce del río.

-¡Ahí vienen! -la vocecita de Margaret surgía rota por la emoción. El canturreo gangoso o el silencio de Ilse se interrumpía. Eugen se incorporaba asustado.

-¿Cómo lo sabes, Gretchen?

-No sé. Los siento venir. Son los Hombres de la Luna... de la Luna...

Era infalible. Un rato después, los cachiveos pasaban peinando la cabellera de cometa verde del río. El corazón le palpitaba fuertemente a Margaret. Sus ojitos encandilados rodaban en las estelas de seda líquida hasta que el último de los cachiveos desaparecía en el otro recodo detrás del brillo espectral del banco de arena roído por los pequeños cráteres de sombra.

En esas noches, la pequeña Margaret hubiera querido quedarse en la barranca hasta el amanecer porque los sigilosos vagabundos del río podían volver a remontar la corriente en cualquier momento.

-¡No quiero ir a dormir... no quiero entrar todavía! ¡No me gusta la casa blanca! ¡Quiero quedarme aquí..., aquí! -gimoteaba.

La última vez se aferró a los hierbajos de la barranca. Tuvieron literalmente que arrancarla de allí. Entonces Margaret sufrió un feo ataque de nervios que la hizo llorar y retorcerse convulsivamente durante toda la noche. Sólo la claridad del alba la pudo calmar. Después durmió casi veinticuatro horas con un sueño inerte, pesado.

-El espectáculo de los carpincheros -dijo Ilse a su marido- está enfermando a Margaret.

-No saldremos más a la barranca -decidió él, sordamente preocupado.

-Será mejor, Eugen -convino Ilse.

Margaret no volvió a ver a los Hombres de la Luna en los meses que siguieron. Una noche los oyó pasar en la garganta del río. Ya estaba acostada en su catrecito. Lloró en silencio, contenidamente. Temía que su llanto la delatara. El ladrido de los perros se apagó en la noche profunda, el tenue rumor de los cachiveos arañados de olitas fosfóricas. Margaret los tenía delante de los ojos. Se cubrió la cabeza con las cobijas. De pronto dejó de llorar y se sintió extrañamente tranquila porque en un esfuerzo de imaginación se vio viajando con los carpincheros, sentadita, inmóvil, en uno de los cachiveos. Se durmió pensando en ellos y soñó con ellos, con su vida nómada y bravía deslizándose sin término por callejones de agua en la selva.

Con el día su pena recomenzó. Nada peor que la prohibición de salir a la barranca podía haberle sucedido. Volvió a ser triste y silenciosa. Andaba por la casa como una sombra, humillada y huraña. Llegó a detestar en secreto todo lo que la rodeaba: el ingenio en que trabajaba su padre, el sitio sombrío que habitaban, la vivienda de paredes encaladas y ruinosas, su pieza, cuya ventana daba hacia la barranca, pero a través de la cual no podía divisar a sus deidades acuáticas cuando ella sola escuchaba en la noche el roce de los cachiveos sobre el río.

A pesar de todo, Margaret fue mejorando lentamente, hasta que ella misma creyó que había olvidado a los Hombres de la Luna. La casa blanca pareció reflotar con la dicha plácida de sus tres moradores como un témpano tibio en la noche del trópico.

Para celebrarlo, Eugen agregó otro tatuaje a los que ya tenía en su pellejo de ex marino. En el pecho, sobre el corazón, junto a dos anclas en cruz, dibujó con tinta azul el rostro de Margaret. Salió bastante parecido.

-Ya no te podrás borrar de aquí, Gretchen. Tengo tu foto bajo la piel.

Ella reía feliz y abrazaba cariñosa al papito.

Así llegó otra vez la noche de San Juan. La noche de las fogatas sobre el agua.

Eugen, Ilse y Margaret se hallaban cenando en la cocina cuando los primeros islotes incandescentes empezaban a bajar por el río. El errabundo fulgor que subía de la garganta rocosa les doró el rostro. Se miraron los tres, serios, indecisos, reflexivos. Eugen por fin sonrió y dijo:

-Sí, Gretchen. Esta noche iremos a la barranca a ver pasar las hogueras.

En ese mismo momento llegó hasta ellos el aullido de un animal, mezclado al grito angustioso de un hombre. El aullido salvaje volvió a oírse con un timbre metálico indescriptible: se parecía al maullido de un gato rabioso, a una uña de acero rasgando súbitamente una hoja de vidrio.

Salieron corriendo los tres hacia la barranca. Al resplandor de las fogatas vieron sobre el arenal a un carpinchero luchando contra un bulto alargado y flexible que daba saltos prodigiosos como una bola de plata peluda disparada en espiral a su alrededor.

-¡Es un tigre del agua! -murmuró Eugen, horrorizado. -iMein gott!-gimió Ilse.

El carpinchero lanzaba desesperados machetazos a diestro y siniestro, pero el lobo-pe, rápido como la luz, tornaba inofensivo el vuelo decapitados del machete.

Los otros carpincheros estaban desembarcando ya también en el arenal, pero era evidente que no conseguirían llegar a tiempo para acorralar y liquidar entre todos a la fiera. Se oían las lamentaciones de las mujeres, los gritos de coraje de los hombres, el jadeante ladrar de los perros.

El duelo tremendo duró poco, contados segundos a lo más. El carpinchero tenía ya un canal sangriento desde la nuez hasta la boca del estómago. El lobo-pe seguía saltando a su alrededor con agilidad increíble. Se veía su lustrosa pelambre manchada por la sangre del carpinchero. Ahora era un bulto rojizo, un tizón alado de larga cola nebulosa, cimbrándose a un lado y otro en sus furiosas acometidas, tejiendo su danza mortal en torno al hombre oscuro. Una vez más saltó a su garganta y quedó pegado a su pecho porque el brazo del carpinchero también había conseguido cerrarse sobre él hundiéndole el machete en el lomo hasta el mango, de tal modo que la hoja debió hincarse en su pecho como un clavo que los fundía a los dos. El grito de muerte del hombre y el alarido metálico de la fiera rayaron juntos al tímpano del río. Juntos empezaron a chorrear los borbotones de sus sangres. Por un segundo más, el carpinchero y el lobo-pe quedaron erguidos en ese extraño abrazo como si simplemente hubieran estado acariciándose en una amistad profunda, doméstica, comprensiva. Luego se desplomaron pesadamente, uno encima del otro, sobre la arena, entre los destellos oscilantes. Después de algunos instantes el animal quedó inerte. Los brazos y las piernas del hombre aún se movían en una ansia crispada de vivir. Un carpinchero desclavó de un tirón al lobo-pe del pecho del hombre, lo degolló y arrojó al río con furia su cabeza de agudo hocico y atroces colmillos. Los demás empezaron a rodear al moribundo.

Ilse tenía el rostro cubierto con las manos. El espanto estrangulaba sus gemidos. Eugen estaba rígido y pálido con los puños hundidos en el vientre. Solo Margaret había contemplado la lucha con expresión impasible y ausente. Sus ojos secos y brillantes miraban hacia abajo con absoluta fijeza en la inmovilidad de la inconsciencia o del vértigo. Solamente el ritmo de su respiración era más agitado. Por un misterioso pacto con las deidades del río, el horror la había respetado. En el talud calizo iluminado por las fogatas que bogaban a la deriva, ella misma era una pequeña deidad casi incorpórea, irreal.

Los carpincheros parecían no saber qué hacer. Algunos de ellos levantaron sus caras hacia la casa de los Plexnies y la señalaron con gestos y palabras ininteligibles. Era la única vivienda en esos parajes desiertos.

Deliberaron. Por fin se decidieron. Cargaron al herido y lo pusieron en un cachiveo. Toda la flotilla cruzó el río. Volvieron a desembarcar y treparon por la barranca.

Margaret, inmóvil, veía subir hacia ella, cada vez más próximos, a los Hombres de la Luna. Veía subir sus rostros oscuros y aindiados. Los ojos chicos bajo el cabello hirsuto y duro como crin negra. En cada ojo había una hoguera chica. Venían subiendo las caras angulosas con pómulos de piedra verde, los torsos cobrizos y sarmentosos, las manos inmensas, los pies córneos y chatos. En medio subía el muerto que ya era de tierra. Detrás subían las mujeres harapientas, flacas y tetudas. Subían, trepaban, reptaban hacia arriba como sombras pegadas a la resplandeciente barranca. Con ellos subían las chispas de las fogatas, subían voces guturales, el llanto de iguana herida de alguna mujer, subían ladridos de los que iban brotando los perros, subía un hedor de plantas acuáticas, de pescados podridos, de catinga de carpincho, de sudor...

Subían, subían... -¡Vamos, Gretchen! Ilse la arrastró de las manos.

Eugen trajo el farol de la cocina cuando los carpincheros llegaron a la casa. Sacó al corredor un catre de trama de cuero y ordenó con gestos que lo pusieran en él. Después salió corriendo hacia la enfermería para ver si aún podía traer algún auxilio a la víctima. Ya desde el alambrado gritó:

-¡Vuelvo enseguida, Ilse! ¡Prepara agua caliente y recipientes limpios!

Ilse va a la cocina, mareada, asustada. Se le escucha manejarse a ciegas en la penumbra roja. Suenan cacharros sobre la hornalla.

El destello humoso del farol arroja contra las paredes las sombras movedizas de los carpincheros inmóviles, silenciosos, hasta el llanto de iguana ha cesado. Se oye gotear la sangre en el suelo. A través de los cuerpos coriáceos, Margaret ve el pie enorme del carpinchero tendido en el catre. Se acerca un poco más. Ahora ve el otro pie. Son como dos chapas callosas, sin dedos casi, sin talón, cruzados por las hondas hendiduras de roldana que el borde filoso del cachiveo ha cavado allí en leguas y leguas, en años y años de un vagabundo destino por los callejones fluviales. Margaret piensa que esos pies ya no andarán sobre el agua y se llena de tristeza. Cierra los ojos. Ve el río cabrilleante, como tatuado de luciérnagas. El olor almizclado, el recio aroma montaraz de los carpincheros ha henchido la casa, lucha contra la tenebrosa presencia de la muerte, alza en vilo el pequeño, el liviano corazón de Margaret. Lo aspira con ansias. Es el olor salvaje de la libertad y de la vida. De la memoria de Margaret se están borrando en este momento muchas cosas. Su voluntad se endurece en torno a un pensamiento fijo y tenso que siente crecer dentro de ella. Ese sentimiento la empuja. Se acerca a un carpinchero alto y viejo, el más viejo de todos, tal vez el jefe. Su mano se tiende hacia la gran mano oscura y queda asida a ella como una diminuta mariposa blanca posada en una piedra del río. Las hogueras siguen bajando sobre el agua. La sangre gotea sobre el piso. Los carpincheros van saliendo. Durante un momento sus pies callosos raspan la tierra del patio rumbo a la barranca con un rasguido de carapachos veloces y rítmicos. Se van alejando. Cesa el rumor. Vuelve a oírse el desagüe del muerto solo, abandonado en el corredor. No hay nadie.

Ilse sale de la cocina. El miedo, el pavor, el terror, la paralizan por un instante como un baño de cal viva que agrieta sus carnes y le quema hasta la voz. Después llama con un grito blanco, desleído, que se estrella en vano contra las paredes blancas y agrietadas:

-¡Margaret..., Gretchen...!

Corre hacia la barranca. El hilván de los cachiveos está doblando el codo entre las fogatas. Los destellos muestran todavía por un momento, antes de perderse en las tinieblas, los cabellos de leche de Margaret. Va como una luna chica en uno de los cachiveos negros.

-¡Gretchen..., mein herzchen...!

Ilse vuelve corriendo a la casa. Un resto de instintiva esperanza la arrastra. Tal vez no; tal vez no se ha ido.

-¡Gretchen..., Gretchen...!-su grito agrio y seco tiene ya la desmemoriada insistencia de la locura.

Llega en el momento en que el carpinchero muerto se levanta del catre convertido en un mulato gigantesco. La oye reír y llorar. Lo ve andar como un ciego, golpeándose contra las paredes. Busca una salida. No la encuentra. La muerte tal vez lo acorrala todavía. Suena su risa. Suenan sus huesos contra la tapia. Suena su llanto quejumbroso.

Ilse huye, huye de nuevo hacia el río, hacia el talud. Las hogueras rojas bajan por el agua.

-¡Gretchen..., Gretchen...!

Un trueno sordo le responde ahora. Surge del río, llena toda la caja acústica del río ardiendo bajo el cielo negro. Es el gualambau de los carpincheros. Ilse se aproxima imantada por ese latido siniestro que ya llena ahora toda la noche. Dentro de él está Gretchen, dentro de él tiembla el pequeño corazón de su Gretchen...

Mira hacia abajo desde la barranca. Ve muchos cuerpos, los cuerpos sin cara de muchas sombras que se han reunido a danzar en el arenal al compás del tambor de porongo.

Tum-tu-tum... Tam-ta-tam... Ta-tam... Tu-tum... Tam-ta-tam...

Se hamacan los pies chatos y los cuerpos de sombra entre el humo blanco del arenal.

Dientes inmensos de tierra, de fuego, de viento, mascan la cuerda de agua del gualambau y le hacen vomitar sus arcadas de trueno caliente sobre la sien de harina de Ilse.

Tum-tu-tum... Tam-ta-tam... Tum-tu-tummm...

En el tambor de porongo el redoble rítmico y sordo se va apagando poco a poco, se va haciendo cada vez más lento y tenue, lento y tenue. El último se oye apenas como una gota de sangre cayendo sobre el suelo.



Fuente: El trueno entre las hojas. cuentos de Augusto Roa Bastos

Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay 2007