Ramón,
Sequimos escrbiendo historias con ocho palabras - no todo el tiempo, sino de vez en cuando. Esta semana leímos La Historia de Mariquita por Guadalupe Dueñas. Aquí están nuestras ocho palabras y nuestra historia:
1. Desazonar
2. Gobelino
3. Recelo
4. Camarote
5. Carmesí
6. Empeño
7. Criatura
8. Cunita
Una mujer en un crucero se desazonaba con su camarote carmesí y decidió cambiarlo por un cuarto grande de otro color. Cuando pidió cambiar de cuarto, el receloso capitán se empeñó en trasladarla a un cuarto de familia con un gran gobelino azul. Tuvo que compartir el cuarto con una señora con su criatura en su cunita. Todos acabaron felices.
Un abrazo,
Carolyn Brown
(Austin, Texas)
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Cada semana leeremos un cuento o un poema de algún autor hispano.
Te invito a participar de la siguiente manera:
1. Escoge un cuento, poema, o ensayo de la lista de autores que aparece en la columna del lado derecho del blog. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
2. Después de leer el material elegido, crea una historia usando las ocho palabras que el grupo ¿Y... qué me cuentas? escogió en clase, o escoge otras ocho palabras de la lectura que quieras practicar. Para encontrar un ejemplo, haz clic aquí.
3. Sube tu historia usando el enlace de comentarios ("comments"). Lo encontrarás al final de cada lectura.
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No temas cometer errores en tu historia. Yo estoy aquí para ayudarte. Tan pronto subas tu historia, yo te mandaré mis comentarios.
¿Estás listo? ¡ Adelante! Escuchen los ipods de Y…¿qué me cuentas?
| Este video muestra el momento en el que los estudiantes de Y…¿qué me cuentas? crean una historia usando ocho palabras extraídas de un cuento previamente leído en clase. Comparte este blog con tus amigos | Promover y difundir el blog
Y…¿qué me cuentas?
Recomendación al Gobierno de México por parte del Consejo Consultivo del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (CCIME) durante su XVII reunión ordinaria. Haga clic aquí para ver el texto completo
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Thursday, October 24, 2019
Ejercicio de lectura y escritura de "La historia de Mariquita" de Guadalupe Dueñas
Labels:
Guadalupe Dueñas,
La historia de Mariquita
"Historia de Mariquita" de Guadalupe Dueñas
Historia de Mariquita
Guadalupe Dueñas
(México)
Para leer el ejercicio de escritura de este cuento haga clic aquí
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Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre; y exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con Mariquita, allí, dormíamos siete.
Mi papá siempre fue un hombre práctico; había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquél sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera en su cama.
Como explico, lo importante era descubrir el lugar para Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.
Esta situación sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.
Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la perseguía por toda la casa.
Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia.
Su pasado es corto, y muy triste: Llegó una mañana con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquél cañón de vidrios que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del helitropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.
Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.
Recuerdo que por lo menos una vez al año papá reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva —imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que encontraríamos en el mundo.
Claro está que el secreto lo guardábamos en familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.
•••
Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita.
Alquilamos un señorial caserón en ruinas. Las grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz de añil, hubieran podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo un problema con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón ming o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.
Un mustio corredor que se metía a los cuartos encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos una mano de polvo de mármol al desahuciado cemento de la pila, que no se quedó ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.
La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando, y cuando se repetían estos dislates no hacíamos caso.
Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario. Corrió la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil. Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote a la que siquiera no levantaron calumnias.
Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.
Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un canario.
Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.
Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su muda compañía.
Tuesday, October 22, 2019
"La tía Carlota" de Guadalupe Dueñas
La tía Carlota
Guadalupe Dueñas
(México)
Siempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana.
Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible.
No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero.
Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala.
Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí:
—…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros. A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo…
Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete.
Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande.
Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche.
Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul.
De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia.
Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre.
Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican.
Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando:
—…Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color.
Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio…
Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo.
Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas.
No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.
Mi tía vuelve y principia la tarde.
La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama.
Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo.
—Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él!
Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín. A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos.
Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres.
Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas.
Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros.
La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.
Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos.
Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México.
No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas.
Vinieron en Navidad.
Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella:
—Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre.
Y su hermana repuso:
—Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran.
Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera.
Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.
Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos.
—¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia…
Las frases se pierden.
Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas.
En la mañana mis padres se fueron sin despedirse.Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama.
Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china.
No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito:
—¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie!
El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre.
Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas.
Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla:
Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre.
Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.
Sunday, October 20, 2019
"La identida" de Elena Poniatowska
La identidad
Elena Poniatowska
(Francia-México, 1932)
Tomado de https://narrativabreve.com/2013/11/cuento-breve-elena-poniatowska-identidad.html
Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.
De noche vienes (1979), México D.F., Ediciones Era, 1985, págs. 16-17
Saturday, October 19, 2019
"Carta de allá" de Pablo Andrés Escapa
Carta de allá
Pablo Andrés Escapa
(España, 1964)
Nunca le había pesado tanto la valija. Y nunca fue tan triste la cuesta del Villar, mediado el mes de mayo.
La carta había llegado hacía ya unos días. Pero había que hacerse a la idea y acaso preparar el discurso. «El discurso fúnebre», pensó el cartero en cuanto vio el sobre orlado de negro, matasellado en Santiago de Cuba, un catorce de abril. Todavía le viene el recuerdo del temblor con que sostuvo el sobre, el zumbido que le llenó de pronto los oídos mientras repasaba la caligrafía limpia, los trazos esmerados que venían a ponerle cara a la desgracia en tinta negra: «Sra. Dña. Ángeles de Luján». Y el rotundo sello de un Consejo Supremo de Guerra y Marina poniendo peso de plomo sobre el destino apuntado en alguna oficina de ultramar: Villar de Santa Eulalia. «Un lugar remoto, desde allá», echa cuentas el cartero; y qué cerca quedaba ahora ese nombre escrito sobre una carta matasellada en Cuba, poco más que coronar la cuesta.
El cartero camina despacio, retrasando lo que puede el horizonte. Por estas revueltas ha subido otras veces bien ligero, con ganas de vislumbrar las tejas airosas de una casa aislada, junto al camino. Y antes de ver el tejado, recuerda ahora, ya saludaba el humo vecino de la fragua, y en seguida llenaba el aire el olor del café con que lo recibían en vida de Olegario Luján. Aquello eran fiestas: la cuesta aún por coronar y el martillo de Olegario sembrando de repiques el mundo, como una campana alegre. Y luego el vozarrón de aquel hombre para avisar de que venía la correspondencia. Ángeles era de las de poner mantel aunque no fuera más que para un momento. «Usted pase y descanse –le decía–, que aún le quedará jornada». Y Olegario posaba la herramienta y la miraba hundiendo la barbilla en el pecho: «¿Y yo qué? –reclamaba–. ¿Yo no tengo derecho a sentarme como cualquier cartero?». La respuesta llegaba ya desde el fondo de la casa, envuelta en trajín de cacharrería: «a ti una taza mediada, que lo más que mueves es un brazo». Antes de que Olegario pudiera replicar aparecía por la puerta un rapaz gateando y era de ver cómo se le cambiaba la cara al herrero cuando lo levantaba en brazos y bajaba la voz para hacer confidencias. «Éste, éste sí que va a sentarse cuando sea grande, pero en un trono, como los príncipes». Y así, con el niño en brazos de su padre, entraban juntos a tomar café.
Al cartero cada vez le pesan más los pasos, enredados en las voces joviales de ayer. «Y ahora tanto silencio», llega a balbucir a punto de dar remate a la cuesta del Villar.
Una semana ha retrasado este reparto, siete días de presagios sombríos empleados en observar la carta al trasluz y voltearla impaciente entre los dedos, buscándole inclinaciones favorables bajo una bombilla. Pero el sobre es de papel grueso y no hay manera de atisbar el contenido. Además está la orla fúnebre, como un heraldo negro e invencible. Y aquel matasellos de ultramar, aquella geografía reducida a un círculo que ya no le traía ilusiones de cañaveral sonoro, de mulatas y rasgueos de guitarra, como la primera vez. Los periódicos llevaban más de dos meses pintando la isla asediada de incendios, de sudores negros y combates sin fruto. El cartero, antes de decidirse a subir la cuesta del Villar, se pasó la mañana mirando y remirando la carta por última vez, queriendo taladrarla con los ojos por si lograba descifrar a través del sobre algún alivio de palabras, como «herido» en vez de «muerto».
La cuesta del Villar gira junto a un roble centenario. El cartero se apoya un momento en el tronco para mirar la fragua callada y la casa que se alza junto a ella, la casa de la viuda de Luján. El mundo parece dormido desde allí. El hombre se entretiene en recorrer con la vista el humo lento que sale por la chimenea de la casa. Entonces ensaya palabras de consuelo que van a enredarse con el humo y se alargan y se pierden como una oración, cielo adelante.
En casa no hay nadie. Después de llamar dos veces, el cartero empuja la puerta y pronuncia con indecisión el nombre de la dueña. Antes de pasar del todo se ha quitado la gorra. Sobre el hogar humea una cazuela y la habitación huele a caldo paciente. Encima de la mesa hay un vaso con unas flores amarillas. Y la foto. La foto que llegó hace un mes, la foto que le trajo a Ángeles él mismo, en otro sobre. «Carta de allá», le bastó entonces decir, agitando el sobre en el aire mientras se acercaba. Aquel día la cuesta del Villar tenía barro y el viento traía el océano hasta los árboles. Pero se subía alegremente. Ángeles se había disculpado por no tener café. Ya era una costumbre desde que faltaba el herrero. Le ofreció agua y le hizo esperar mientras abría la carta. El hombre tuvo que contener las lágrimas para no juntarlas con las de ella, que miraba al hijo tan mozo bajo el ala del sombrero, el pañuelo al cuello, la espada al cinto y la mano perdiéndose en la guerrera, como Napoleón. «Cuánto habría dado su padre por verlo así», suspiraba la viuda. Y el cartero asentía con el vaso de agua en la mano.
El cartero sale ahora a la puerta y mira alrededor. Por el camino de la braña baja Ángeles apurándose. Trae en la mano la vara de arrear las vacas y la levanta para que él vea que le ha reconocido. El cartero, tímidamente, levanta también su mano. Y mientras afloja la valija le parecen inútiles las palabras ensayadas cuesta arriba y junto al roble. Palabras con las que dirigirse a Ángeles la del herrero en la cocina, según lo ha imaginado, aunque ahora ve que valdrá más quedarse a la puerta cuando ella llegue a su altura y aún respire sofocada por la carrera y le diga «usted pase y descanse».
Al cartero le hacen tragar saliva unos pasos presurosos acercándose por detrás de la casa. Y las únicas palabras que le vienen a la memoria no son suyas; tienen la voz de Ángeles hace un mes, cuando le sirvió agua y le hizo sentar para que oyera la carta del hijo que él le había traído. Por detrás de la fotografía el mozo contaba que lo habían embarcado en un buque muy nuevo, de nombre Virgen de Covadonga. Y la madre interrumpía la lectura para dar gracias a la providencia, para arrastrar al cartero en la celebración de la fortuna:
-¡Bendito sea! Si parece que lo llevara la Santina protegido.
Friday, October 18, 2019
"La escopeta" de Julio Ardiles Gray
La escopeta
Julio Ardiles Gray
(Argentina, 1922 – 2009)
Julio Ardiles Gray
(Argentina, 1922 – 2009)
Tomado de: https://narrativabreve.com/2013/11/cuento-de-julio-ardiles-gray.html
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
“Que extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como éste”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:
-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
-¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Sí. Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.
Cuentos amables, nobles y memorables, 1964.
35 cuentos breves argentinos. Siglo XX. Selección de Fernando Sorrentino,
Buenos Aires, Plus Ultra, 1979, págs. 14-16
Thursday, October 17, 2019
"Cartas a mis muertos" de Pedro Antonio de Alarcón
Cartas a mis muertos
Pedro Antonio de Alarcón
(España 1833-1891)
Pedro Antonio de Alarcón
(España 1833-1891)
Tomado de https://albalearning.com/audiolibros/alarcon/cartas.html
MADRID 2 DE NOVIEMBRE DE 1 855.
¡Ay del que en una y otra sepultura
prendas del alma sumergirse vio,
y ansioso tornó a amar en su locura,
y otra vez y otra vez su bien perdió!
¡Ay de mi, que, rebelde y furibundo,
de la fe y del temor rompí los lazos,
y abarqué el universo..., y vi que el mundo
era un cadáver más entre mis brazos!
(Versos inéditos míos.)
PREFACIO
Ningún día del año, ninguno; ni el de San José, ni el de los Santos Reyes, ni el de año-nuevo, ni el viernes de Dolores, ni antes de emprender un viaje, ni después de un cambio político, ni en vísperas de elecciones, ni al salir de una enfermedad, ni cuando me entran ganas de ser Académico, ni a poco de contraer matrimonio, ni la mañana del estreno de un drama mío, ni al día siguiente de perder mi caudal al juego... (ya comprenderán ustedes que la mitad de estas cosas no me han sucedido ni una vez siquiera); nunca, en fin, es tan larga la lista de mi tarjetero, nunca me encuentro con tantas visitas que hacer, como el día de la Conmemoración de los Fieles Difuntos.
¡Y es que pocos hombres de mi edad habrá en la tierra que tengan con el cielo una cuenta tan larga como la mía!
De cuantos barcos eché a la mar, y fueron muchos... (hablo metafóricamente), apenas veo ya alguno que otro, roto y desarbolado por los huracanes, tendido y solo sobre las arenas de la playa. — Los demás se hundieron para siempre en el Océano.
Saturday, October 5, 2019
"Un romance antiguo" de Jorge F. Hernández
Un romance antiguo
Jorge F. Hernández
(México)
Hoy como ayer, me esperas en silencio. Callada, impávida y serena aguardas el inicio de nuestro ritual cotidiano. Te cortejo, coqueteas; intento decirte palabras a media voz, juegas al silencio; inicio las caricias con las yemas de los dedos, confirmas que no te aburren y que a mí jamás me agotan.
De día, nos separan horarios divergentes: recorridos y compromisos, el peso del tiempo y las grandes distancias de esta ciudad. Por las tardes ya te pienso y apuro mis conversaciones de sobremesa como si acelerase el atardecer, como sintiendo que tú también ya me piensas y entonces llega la noche. Te miro desde que vuelvo a abrir la puerta y llega nuestro silencio.
De día, nos separan horarios divergentes: recorridos y compromisos, el peso del tiempo y las grandes distancias de esta ciudad. Por las tardes ya te pienso y apuro mis conversaciones de sobremesa como si acelerase el atardecer, como sintiendo que tú también ya me piensas y entonces llega la noche. Te miro desde que vuelvo a abrir la puerta y llega nuestro silencio.
Friday, October 4, 2019
"Una venganza" de Isabel Allende
Un venganza
Isabel Allende
(Chile)
El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.
La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de par tida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcída y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.
Wednesday, October 2, 2019
"La adoración de los reyes magos. 1822" de Manuel Mujica Láinez
La adoración de los reyes magos. 1822
Manuel Mujica Láinez
(Argentina, 1910-1984)
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.
De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.
El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, se mueven las altas figuras que rodean al Niño Dios.
Tuesday, October 1, 2019
"Cambio de rasante" de Daniel Sueiro
Cambio de rasante
Daniel Sueiro
(España, 1931-1986)
El coche salió de la curva chillando y levantando el polvo de la cuneta. Después del violento tirón que los había echado hacia la izquierda, alzándolos casi de los asientos, volvieron a acomodarse los cuatro en sus sitios, aunque siguió meciéndolos un ligero y dulce vaivén. Llevaban abiertas todas las ventanillas y el aire se cruzaba allí dentro vertiginosamente y podían sentirlo en todo el cuerpo, pero aquellas bocanadas de aire pesado y caliente les hacían sudar todavía más, les sofocaban, parecían quemarles. La chapa metálica ardía allí en el borde si uno apoyaba distraídamente un brazo o ponía la mano. El sol inundaba todo el cielo de un color amarillo o calizo, denso e inmóvil; amarillo y sólido como el color de la tierra que se extendía o se apretaba en torno a la línea blanca de la carretera, sólo azuleada, ocre o parda, en la lejanía. Ni un árbol, ni un pájaro. La nube de polvo levantada de súbito por las ruedas derechas del coche al salirse de la curva era rápidamente absorbida y como disuelta por el mismo fuego reverberante y líquido que parecía salir del asfalto. Se habían callado todos por un momento, sólo ese momento en que el conductor ha de darme muy rápidamente al volante todo a la izquierda sin dejar de acelerar, incluso apretando más a fondo, mientras nosotros nos vemos volcados hacia otro lado y el mundo pasa volando a nuestro alrededor y no sentimos de él más que ese grito enervante y gozoso de las potentes llantas luchando sobre el suelo.
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